Mons. Rodrigo Aguilar Martínez
Obispo de Tehuacán
Responsable de la Dimensión Episcopal de Vida
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25 de marzo de 2012
Con ocasión de cumplirse en octubre próximo los 50 años del inicio del Concilio Vaticano II, el Papa Benedicto XVI, ha propuesto a toda la Iglesia la celebración de un Año de la Fe, cuyo objetivo es “introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe” y viene a ser invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor Jesucristo, único Salvador y Vida del mundo, quien asegura la victoria de la vida ante el vacío de la muerte. Por tanto, de modo especial, nos recomienda a todos volver con especial interés a redescubrir tanto los documentos del Concilio como el Catecismo de la Iglesia Católica. Providencialmente, la presencia del Santo Padre en México en su próxima visita, le dará un realce especial en este año a nuestra celebración anual del Día de la Vida pues será una ocasión privilegiada para la proclamación del Evangelio de la Vida.
La fe, que actúa por amor (Ga 5, 6), es propuesta por el Papa como criterio de pensamiento y de acción desde el modelo del amor de Cristo. Este amor tiene una doble vertiente que es amor a Dios y amor al hombre, creado a su imagen y semejanza como hombre o ser humano, es decir, como “varón y mujer”. Por eso, cuando nos referimos al hombre lo hacemos en el sentido del humanum completo, siempre y sólo como varón y mujer. Además, como lo revela la Sagrada Escritura, llamado a la vocación al amor y a la comunión de personas, al humanum fue confiada la bendición de la vida mediante los dones de la fecundidad y de la fertilidad humanas, que hace al varón y la mujer procreadores junto con Dios; a ellos también fue confiada la responsabilidad del cuidado de la creación, puesta por el mismo Dios al servicio del hombre.
Todo el panorama de la vida y su verdad es don de Dios, la vida es don de su amor y está destinada en Cristo a participar del amor eterno de Dios, por lo que aun ante la fractura del pecado, el Hijo de Dios nos amó y se entregó por nosotros para que fuera posible alcanzar la felicidad plena en el Reino de los cielos. Más aún, el misterio de la Encarnación de Cristo confirma que todo el itinerario natural del ser humano ha sido asumido, redimido y llamado por Él a esta vocación de vida eterna, desde la concepción hasta la muerte, y en su Resurrección ha vencido al pecado y la muerte, de manera que nuestra esperanza y alegría en la vida nueva en Cristo es firme y verdadera (cfr. GS, 9-10).
Dios Padre y Cristo mismo nos comunican esa vida por medio del Espíritu Santo que nos envían en Pentecostés, y la Iglesia así lo proclama al decir: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida”, es decir, creemos que la vida de todo ser humano es amada por Dios desde la eternidad (cfr. Ef 1, 4ss), para Él no existe la limitación de días o semanas: ¡Él nos ha amado y elegido desde siempre! Por eso para quienes formamos la Iglesia, el tema de la vida no es sólo un impulso filantrópico, sino que está vinculado a este artículo de la Fe, está en el centro del Evangelio y hunde sus raíces en nuestra convicción de que la vida humana es sagrada en todos sus momentos y expresiones, como un único proceso unitario (cfr. EV, 2), porque está siempre en el Corazón y en las Manos de Dios, de manera que todos hemos de comprender que “El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús” (EV, 1) y no se puede ocultar o evadir la responsabilidad de anunciarlo, celebrarlo y servirlo.
En nuestro tiempo y en nuestra Nación, las circunstancias por las que atravesamos ponen en evidencia las consecuencias de esta convicción de fe. Los católicos tenemos el urgente compromiso de implementar “una movilización general de las conciencias y un común esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida” (EV, 95). Los discípulos de Jesús creemos y proponemos la verdad de que la vida es sagrada, no porque nosotros hayamos inventado esta doctrina, sino porque la recibimos como revelación de Dios y creemos en ella. Y ya desde sus primeros años, en voz de los Apóstoles, a quienes se quería obligar a callar las enseñanzas de Jesús, la Iglesia proclama con valentía: “`Ustedes mismos juzguen si es justo delante de Dios obedecer a ustedes –a los hombres- en vez de obedecer a Dios” (Hch 4, 19).
Desde la firmeza de la verdadera fe en Dios, la que no claudica ante ninguna conveniencia, ningún católico puede aceptar propuestas que van contra la verdad del ser humano, del matrimonio, la familia y la sacralidad de la vida, contenida en la Sagrada Escritura. Es lo justo ante Dios y de allí todos debemos sacar nuestras propias y personales conclusiones, para pensar y actuar de modo evangélicamente correcto, así como denunciar aquello que pudiera ir en contra de la verdad revelada que nosotros creemos firmemente.
Invitamos pues, a todos los católicos, a revitalizar su fe en Dios y su proyecto de amor para el hombre y la mujer de ahora y siempre, teniendo a la vista la vida eterna en la que toda vida alcanza su felicidad plena. Que el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida nos ilumine y sostenga a todos para que, en estas circunstancias históricas podamos, todos y juntos, implementar la movilización de las conciencias de que, como bautizados somos discípulos misioneros de Jesús y que tenemos que anunciar, celebrar y servir el Evangelio del matrimonio, la familia y la vida: la belleza y la verdad de ser varón y mujer, de la sacralidad del matrimonio cristiano para toda la vida, de la sacralidad e inviolabilidad de la vida humana en todos sus momentos y expresiones, desde la concepción hasta la muerte, del derecho de todo ser humano a ser concebido en el matrimonio y ser gestado dignamente por su madre así como a morir en el momento en que la Voz de Dios llame a cada uno, pues su designio es siempre lo mejor.
Hacemos un llamado a todos los católicos en México, a decidir y actuar según su conciencia de fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como nos la revela la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, especialmente en los documentos del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica, de manera que todos, obedeciendo a Dios antes que a los hombres, o también obedeciendo a los hombres en la medida en que esto va en armonía con la obediencia a Dios, construyamos una cultura de la vida en México, la sepamos promover y defender, fundamentar con la luz de la fe y la razón, para que en México se logre una auténtica bioética personalista, protegida por un bioderecho y se actúe siempre de acuerdo a una biopolítica con rostro humano y respetuosa de la sacralidad de la vida, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin (cfr. Donum vitae, 5; Catecismo de la Iglesia católica, 2258).
Que la Virgen María, que acogió con un firme sí en la fe el Don de la Encarnación del Hijo de Dios, nos ayude a reavivar nuestra fe en el Evangelio de la Vida, así como nuestro compromiso firme de anunciarlo, celebrarlo y servirlo en obediencia de fe a Dios.
+ Rodrigo Aguilar Martínez
Obispo de Tehuacán
Responsable de la Dimensión Episcopal de Vida
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