domingo, 25 de marzo de 2012

Homilía del Santo Padre en la Catedral de León durante el Rezo de Vísperas



Señores Cardenales,

Queridos hermanos en el Episcopado

Es un gran gozo rezar con todos ustedes en esta Basílica-Catedral de León, dedicada a Nuestra Señora de la Luz. En la bella imagen que se venera en este templo, la Santísima Virgen tiene en una mano a su Hijo con gran ternura, y extiende la otra para socorrer a los pecadores. Así ve a María la Iglesia de todos los tiempos, que la alaba por habernos dado al Redentor, y se confía a ella por ser la Madre que su divino Hijo nos dejó desde la cruz. Por eso, nosotros la imploramos frecuentemente como «esperanza nuestra», porque nos ha mostrado a Jesús y transmitido las grandezas que Dios ha hecho y hace con la humanidad, de una manera sencilla, como explicándolas a los pequeños de la casa.

Un signo decisivo de estas grandezas nos la ofrece la lectura breve que hemos proclamado en estas Vísperas. Los habitantes de Jerusalén y sus jefes no reconocieron a Cristo, pero, al condenarlo a muerte, dieron cumplimiento de hecho a las palabras de los profetas (cf. Hch 13,27). Sí, la maldad y la ignorancia de los hombres no es capaz de frenar el plan divino de salvación, la redención. El mal no puede tanto.

Otra maravilla de Dios nos la recuerda el segundo salmo que acabamos de recitar: Las «peñas» se transforman «en estanques, el pedernal en manantiales de agua» (Sal 113,8). Lo que podría ser piedra de tropiezo y de escándalo, con el triunfo de Jesús sobre la muerte se convierte en piedra angular: «Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente» (Sal 117,23). No hay motivos, pues, para rendirse al despotismo del mal. Y pidamos al Señor Resucitado que manifieste su fuerza en nuestras debilidades y penurias.

Esperaba con gran ilusión este encuentro con ustedes, Pastores de la Iglesia de Cristo que peregrina en México y en los diversos países de este gran Continente, como una ocasión para mirar juntos a Cristo que les ha encomendado la hermosa tarea de anunciar el evangelio en estos pueblos de recia raigambre católica. La situación actual de sus diócesis plantea ciertamente retos y dificultades de muy diversa índole. Pero, sabiendo que el Señor ha resucitado, podemos proseguir confiados, con la convicción de que el mal no tiene la última palabra de la historia, y que Dios es capaz de abrir nuevos espacios a una esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5).

Agradezco el cordial saludo que me ha dirigido el Señor Arzobispo de Tlalnepantla y Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano y del Consejo Episcopal Latinoamericano, haciéndose intérprete y portavoz de todos. Y les ruego a ustedes, Pastores de las diversas Iglesias particulares, que, al regresar a sus sedes, trasmitan a sus fieles el afecto entrañable del Papa, que lleva muy dentro de su corazón todos sus sufrimientos y aspiraciones.

Al ver en sus rostros el reflejo de las preocupaciones de la grey que apacientan, me vienen a la mente las Asambleas del Sínodo de los Obispos, en las que los participantes aplauden cuando intervienen quienes ejercen su ministerio en situaciones particularmente dolorosas para la vida y la misión de la Iglesia. Ese gesto brota de la fe en el Señor, y significa fraternidad en los trabajos apostólicos, así como gratitud y admiración por los que siembran el evangelio entre espinas, unas en forma de persecución, otras de marginación o menosprecio. Tampoco faltan preocupaciones por la carencia de medios y recursos humanos, o las trabas impuestas a la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de su misión.

El Sucesor de Pedro participa de estos sentimientos y agradece su solicitud pastoral paciente y humilde. Ustedes no están solos en los contratiempos, como tampoco lo están en los logros evangelizadores. Todos estamos unidos en los padecimientos y en la consolación (cf. 2 Co 1,5). Sepan que cuentan con un lugar destacado en la plegaria de quien recibió de Cristo el encargo de confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,31), que les anima también en la misión de hacer que nuestro Señor Jesucristo sea cada vez más conocido, amado y seguido en estas tierras, sin dejarse amedrentar por las contrariedades.

La fe católica ha marcado significativamente la vida, costumbres e historia de este Continente, en el que muchas de sus naciones están conmemorando el bicentenario de su independencia. Es un momento histórico en el que siguió brillando el nombre de Cristo, llegado aquí por obra de insignes y abnegados misioneros, que lo proclamaron con audacia y sabiduría. Ellos lo dieron todo por Cristo, mostrandoque el hombre encuentra en él su consistencia y la fuerza necesaria para vivir en plenitud y edificaruna sociedad digna del ser humano, como su Creador lo ha querido. Aquel ideal de no anteponer nada al Señor, y de hacer penetrante la Palabra de Dios en todos, sirviéndose de los propios signos y mejores tradiciones, sigue siendo una valiosa orientación para los Pastores de hoy.

Las iniciativas que se realicen con motivo del Año de la fe deben estar encaminadas a conducir a los hombres hacia Cristo, cuya gracia les permitirá dejar las cadenas del pecado que los esclaviza y avanzar hacia la libertad auténtica y responsable. A esto está ayudando también la Misión continental promovida en Aparecida, que tantos frutos de renovación eclesial está ya cosechando en las Iglesias particulares de América Latina y el Caribe. Entre ellos, el estudio, la difusión y meditación de la Sagrada Escritura, que anuncia el amor de Dios y nuestra salvación. En este sentido, los exhorto a seguir abriendo los tesoros del evangelio, a fin de que se conviertan en potencia de esperanza, libertad y salvación para todos los hombres (cf. Rm 1,16). Y sean también fieles testigos e intérpretes de la palabra del Hijo encarnado, que vivió para cumplir la voluntad del Padre y, siendo hombre con los hombres, se desvivió por ellos hasta la muerte.

Queridos hermanos en el Episcopado, en el horizonte pastoral y evangelizador que se abre ante nosotros, es de capital relevancia cuidar con gran esmero de los seminaristas, animándolos a que no se precien «de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Co 2,2). No menos fundamental es la cercanía a los presbíteros, a los que nunca debe faltar la comprensión y el aliento de su Obispo y, si fuera necesario, también su paterna admonición sobre actitudes improcedentes. Son sus primeros colaboradores en la comunión sacramental del sacerdocio, a los que han de mostrar una constante y privilegiada cercanía. Igualmente cabe decir de las diversas formas de vida consagrada, cuyos carismas han de ser valorados con gratitud y acompañados con responsabilidad y respeto al don recibido. Y una atención cada vez más especial se debe a los laicos más comprometidos en la catequesis, la animación litúrgica, la acción caritativa y el compromiso social. Su formación en la fe es crucial para hacer presente y fecundo el evangelio en la sociedad de hoy. Y no es justo que se sientan tratados como quienes apenas cuentan en la Iglesia, no obstante la ilusión que ponen en trabajar en ella según su propia vocación, y el gran sacrificio que a veces les supone esta dedicación. En todo esto, es particularmente importante para los Pastores que reine un espíritu de comunión entre sacerdotes, religiosos y laicos, evitando divisiones estériles, críticas y recelos nocivos.
Con estos vivos deseos, les invito a ser vigías que proclamen día y noche la gloria de Dios, que es la vida del hombre. Estén del lado de quienes son marginados por la fuerza, el poder o una riqueza que ignora a quienes carecen de casi todo. La Iglesia no puede separar la alabanza de Dios del servicio a los hombres. El único Dios Padre y Creador es el que nos ha constituido hermanos: ser hombre es ser hermano y guardián del prójimo. En este camino, junto a toda la humanidad, la Iglesia tiene que revivir y actualizar lo que fue Jesús: el Buen Samaritano, que viniendo de lejos se insertó en la historia de los hombres, nos levantó y se ocupó de nuestra curación.
Queridos hermanos en el Episcopado, la Iglesia en América Latina, que muchas veces se ha unido a Jesucristo en su pasión, ha de seguir siendo semilla de esperanza, que permita ver a todos cómo los frutos de la resurrección alcanzan y enriquecen estas tierras.
Que la Madre de Dios, en su advocación de María Santísima de la Luz, disipe las tinieblas de nuestro mundo y alumbre nuestro camino, para que podamos confirmar en la fe al pueblo latinoamericano en sus fatigas y anhelos, con entereza, valentía y fe firme en quien todo lo puede y a todos ama hasta el extremo.
Amén.

Saludo de Mons. Carlos Aguiar Retes Presidente de la CEM y del CELAM

Santo Padre:

Los Obispos de México, los Obispos Latinoamericanos y los de América del Norte, representados por los Presidentes de las Conferencias Episcopales o por su delegado, le damos la más cordial bienvenida, agradeciendo la gracia que nos concede de este significativo encuentro en esta Catedral de León.



Hace casi cinco años tuvimos la dicha de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe celebrada en Aparecida, Brasil, y que Usted, Santo Padre, tuvo a bien inaugurar orientando magistralmente nuestros trabajos con su palabra llena de esperanza para afrontar los grandes desafíos del Siglo XXI.



Hoy, podemos decirle, que el fruto de Aparecida se experimenta en la Iglesia que peregrina en este Continente. La Nueva Evangelización está en marcha mediante la convocatoria y compromiso episcopal de la Misión Continental, que actualmente ha sido extendida con aceptación y convicción por los agentes de pastoral de nuestras Diócesis.


Hemos seguido su indicación cuando en Aparecida nos dijo: Hemos de fundamentar nuestro compromiso misionero y toda nuestra vida en la roca de la Palabra de Dios[1]. En estos cinco años, el principal factor que ha impulsado, con grandes frutos, nuestro trabajo pastoral ha sido la Palabra de Dios. Especialmente con la práctica de la Lectio Divina se está poniendo al alcance de los fieles católicos, quienes como oyentes de la Palabra, van tomando conciencia de su ser: discípulos misioneros de Jesucristo. Así, escuchando la voz del Maestro asumen el compromiso de darlo a conocer, y crecen en la valoración de la vida sacramental estrechando la comunión e intimidad con el Señor de la Vida y de la Historia.


Nos llena de esperanza constatar que dicho dinamismo espiritual y pastoral va despertando la conciencia de los fieles laicos para participar activamente en los distintos ámbitos familiar, laboral y social con la clara finalidad de ser ellos, levadura que aporte los valores evangélicos ante los nuevos escenarios de nuestro tiempo; ya que recordamos su palabra cuando en Aparecida nos advirtió: Las estructuras justas son una condición indispensable para una sociedad justa, pero no nacen ni funcionan sin un consenso moral de la sociedad sobre los valores fundamentales y sobre la necesidad de vivir estos valores con las necesarias renuncias, incluso contra el interés personal[2].
Santo Padre, Usted nos ha dicho la fe sólo crece y se fortalece creyendo[3]. Por eso, con inmensa alegría constatamos en la marcha de la Misión Continental que el compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cristiano del amor de Cristo[4]. Constatamos que la Iglesia está viva, por ello, los Obispos aquí presentes del Continente de la Esperanza y del Amor, siguiendo el ejemplo de Su Santidad, manifestado en su homilía en el solemne inicio del Ministerio Petrino, le expresamos ahora, que nuestro programa de gobierno pastoral es sumarnos filialmente a Su Persona y Ministerio para ponernos junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarnos conducir por Él, de tal modo que sea él mismo, quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia[5].

Confiamos que el mismo Espíritu, que hace 50 años condujo a la Iglesia a reflexionar sobre su ser y misión, y nos regaló la gracia del Concilio Ecuménico Vaticano Segundo, siga conduciendo el caminar de la Iglesia en este nuevo contexto cultural. Por ello, Santo Padre, le agradecemos la hermosa, y seguramente fecunda iniciativa del año de la Fe, con el que recordaremos dicho acontecimiento y renovaremos la conciencia eclesial de su vigencia y necesidad de asumirlo como brújula para este siglo XXI, siguiendo su indicación de leerlo y acogerlo guiados por una hermenéutica correcta para desarrollar con gran fuerza la renovación siempre necesaria de la Iglesia[6]. Sabemos que la Iglesia al dejarse conducir fielmente por el Espíritu Santo cumple con creces su misión.

Me parece oportuno recordar que el pleno de la Conferencia Episcopal Mexicana, el pasado 20 de abril de 2009, en la Insigne y Nacional Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, acompañados de una inmensa multitud de fieles de todo el País, renovamos la consagración de la Iglesia que peregrina en México al Espíritu Santo. Nos motivó hacerlo la fe y la esperanza que mostraron los Obispos de México al inicio del siglo XX, cuando nuestro pueblo sufría no solo las consecuencias de una violenta revolución social, sino también un dramático y trágico conflicto religioso entre la Iglesia y el Estado. Hoy también confiamos que el auxilio divino se derrame en este País para afrontar y superar los nuevos y complejos problemas que nos aquejan. A los pies de Nuestra Madre Santa María de Guadalupe hemos suplicado a Dios Padre, que renueve la promesa de su Hijo Jesucristo de enviar al Espíritu Santo para conducir a la Iglesia, y pueda así cumplir cabalmente su misión.

Santo Padre, estamos deseosos de escuchar su palabra, estamos convencidos de la comunión eclesial, y desde esa convicción de fe abrimos nuestros oídos y nuestro corazón para que este encuentro sea la ocasión propicia de reavivar el celo apostólico y nuestro compromiso misionero, y llevar a cabo la propuesta que Usted, Santo Padre, hizo desde el inicio de su Ministerio Petrino y ha replanteado para este año de la fe: la Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida y la vida en plenitud[7].

Que Cristo, Nuestro Redentor nos acompañe ahora y siempre. ¡Bienvenido Santo Padre, está Usted en su casa!

+ Carlos Aguiar Retes

 

[1] DIA No. 3
[2] DIA No. 4
[3] Porta Fidei No. 7
[4] Porta Fidei No. 7
[5] Homilía del Santo Padre, Domingo 24 de abril de 2005.
[6] Porta Fidei No. 5
[7] Porta Fidei No. 2

Palabras del Santo Padre Benedicto XVI en el rezo del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas

En el Evangelio de este domingo, Jesús habla del grano de trigo que cae en tierra, muere y se multiplica, respondiendo a algunos griegos que se acercan al apóstol Felipe para pedirle: «Quisiéramos ver a Jesús» (Jn 12,21). Nosotros hoy invocamos a María Santísima y le suplicamos: «Muéstranos a Jesús».
Al rezar ahora el Angelus, recordando la Anunciación del Señor, nuestros ojos también se dirigen espiritualmente hacia el cerro del Tepeyac, al lugar donde la Madre de Dios, bajo el título de «la siempre virgen santa María de Guadalupe», es honrada con fervor desde hace siglos, como signo de reconciliación y de la infinita bondad de Dios para con el mundo.
Mis Predecesores en la Cátedra de san Pedro la honraron con títulos tan entrañables como Señora de México, celestial Patrona de Latinoamérica, Madre y Emperatriz de este Continente. Sus fieles hijos, a su vez, que experimentan sus auxilios, la invocan llenos de confianza con nombres tan afectuosos y familiares como Rosa de México, Señora del Cielo, Virgen Morena, Madre del Tepeyac, Noble Indita.
Queridos hermanos, no olviden que la verdadera devoción a la Virgen María nos acerca siempre a Jesús, y «no consiste ni en un estéril y transitorio sentimentalismo, ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, que nos lleva a reconocer la excelencia de la Madre de Dios y nos inclina a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes» (Lumen gentium, 67). Amarla es comprometerse a escuchar a su Hijo, venerar a la Guadalupana es vivir según las palabras del fruto bendito de su vientre.
En estos momentos en que tantas familias se encuentran divididas o forzadas a la migración, cuando muchas padecen a causa de la pobreza, la corrupción, la violencia doméstica, el narcotráfico, la crisis de valores o la criminalidad, acudimos a María en busca de consuelo, fortaleza y esperanza. Es la Madre del verdadero Dios, que invita a estar con la fe y la caridad bajo su sombra, para superar así todo mal e instaurar una sociedad más justa y solidaria.

Con estos sentimientos, deseo poner nuevamente bajo la dulce mirada de Nuestra Señora de Guadalupe a este País y a toda Latinoamérica y el Caribe. Confío a cada uno de sus hijos a la Estrella de la primera y de la nueva evangelización, que ha animado con su amor materno su historia cristiana, dando expresión propia a sus gestas patrias, a sus iniciativas comunitarias y sociales, a la vida familiar, a la devoción personal y a la Misión continental que ahora se está desarrollando en estas nobles tierras. En tiempos de prueba y dolor, ella ha sido invocada por tantos mártires que, a la voz de «viva Cristo Rey y María de Guadalupe», han dado testimonio inquebrantable de fidelidad al Evangelio y entrega a la Iglesia. Le suplico ahora que su presencia en esta querida Nación continúe llamando al respeto, defensa y promoción de la vida humana y al fomento de la fraternidad, evitando la inútil venganza y desterrando el odio que divide. Santa María de Guadalupe nos bendiga y nos alcance por su intercesión abundantes gracias del Cielo.

Homilía del Santo Padre en Parque Bicentenario

Queridos hermanos y hermanas,

Me complace estar entre ustedes, y deseo agradecer vivamente a Monseñor José Guadalupe Martín Rábago, Arzobispo de León, sus amables palabras de bienvenida. Saludo al episcopado mexicano, así como a los Señores Cardenales y demás Obispos aquí presentes, en particular a los procedentes de Latinoamérica y el Caribe. Vaya también mi saludo caluroso a las Autoridades que nos acompañan, así como a todos los que se han congregado para participar en esta Santa Misa presidida por el Sucesor de Pedro.

«Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Sal 50,12), hemos invocado en el salmo responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad con la que hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el gran misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos ayuda asimismo a mirar muy dentro del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor y de esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano y también otros de Latinoamérica.

El anhelo de un corazón puro, sincero, humilde, aceptable a Dios, era muy sentido ya por Israel, a medida que tomaba conciencia de la persistencia del mal y del pecado en su seno, como un poder prácticamente implacable e imposible de superar. Quedaba sólo confiar en la misericordia de Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara desde dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así fue abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un corazón nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos de Dios para seguir esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede decir convencido al Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia el final del salmo, dará una explicación que es al mismo tiempo una firme confesión de fe: «Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v. 19).

La historia de Israel narra también grandes proezas y batallas, pero a la hora de afrontar su existencia más auténtica, su destino más decisivo, la salvación, más que en sus propias fuerzas, pone su esperanza en Dios, que puede recrear un corazón nuevo, no insensible y engreído. Esto nos puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros pueblos que, cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo.

El Evangelio de hoy prosigue haciéndonos ver cómo este antiguo anhelo de vida plena se ha cumplido realmente en Cristo. Lo explica san Juan en un pasaje en el que se cruza el deseo de unos griegos de ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser glorificado. A la pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús responde diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado» (Jn 12,23). Respuesta extraña, que parece incoherente con la pregunta de los griegos. ¿Qué tiene que ver la glorificación de Jesús con la petición de encontrarse con él? Pero sí que hay una relación. Alguien podría pensar – observa san Agustín – que Jesús se sentía glorificado porque venían a él los gentiles. Algo parecido al aplauso de la multitud que da «gloria» a los grandes del mundo, diríamos hoy. Pero no es así. «Convenía que a la excelsitud de su glorificación precediese la humildad de su pasión» (In Joannis Ev., 51,9: PL 35, 1766).

La respuesta de Jesús, anunciando su pasión inminente, viene a decir que un encuentro ocasional en aquellos momentos sería superfluo y tal vez engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo verán levantado en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). Allí comenzará su «gloria», a causa de su sacrificio de expiación por todos, como el grano de trigo caído en tierra que muriendo, germina y da fruto abundante. Encontrarán a quien seguramente sin saberlo andaban buscando en su corazón, al verdadero Dios que se hace reconocible para todos los pueblos. Este es también el modo en que Nuestra Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan Diego. No como a un héroe portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios, por quien se vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la inmediación, del Cielo y de la Tierra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo que ya había ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó claramente a los sirvientes que la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5).

Queridos hermanos, al venir aquí he podido acercarme al monumento a Cristo Rey, en lo alto del Cubilete. Mi venerado predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, aunque lo deseó ardientemente, no pudo visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus viajes a esta querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el cielo de que el Señor me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes, como también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido venerar sus reliquias recientemente en todos los rincones del país. Pues bien, en este monumento se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan, una de soberano y otra de espinas, indican que su realeza no es como muchos la entendieron y la entienden. Su reinado no consiste en el poder de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o la violencia. Se funda en un poder más grande que gana los corazones: el amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio. Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es justo que, por encima de todo, este santuario sea un lugar de peregrinación, de oración ferviente, de conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de la gracia. A él, a Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos puros, dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad.

También hoy, desde este parque con el que se quiere dejar constancia del bicentenario del nacimiento de la nación mexicana, aunando en ella muchas diferencias, pero con un destino y un afán común, pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar como príncipe de la paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Y, para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo de María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se aprende lo que espera de nosotros y se recibe aliento para darlo a conocer a los demás.

En Aparecida, los Obispos de Latinoamérica y el Caribe han sentido con clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en la historia de estas tierras «desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental, que ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente, tiene precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los cristianos y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha de superar el cansancio de la fe y recuperar «la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso a la Curia Romana, 22 diciembre 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron de lleno a la causa del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el de la propia vida. Su corazón era una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que significa verdaderamente amar hasta el final.

En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia, «es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo [...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).

Pidamos a la Virgen María que nos ayude a purificar nuestro corazón, especialmente ante la cercana celebración de las fiestas de Pascua, para que lleguemos a participar mejor en el misterio salvador de su Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas tierras. Y pidámosle también que siga acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos y latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a promover audazmente la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad.
Amén.

Saludo de bienvenida al Santo Padre, Benedicto XVI por parte de Mons. José Guadalupe Martín Rábago

Beatísimo Padre:

Desde que nos fue notificada la gratísima noticia de que su santidad nos visitaría, hemos orado agradeciendo al Dios de las bondades que nos ha privilegiado, eligiéndolos para tener con nosotros al Sucesor del Apóstol Pedro, al Vicario de Cristo, al Pastor de la Iglesia Universal.

Su visita es un acontecimiento de gracia: viene como mensajero de buenas nuevas, a reanimarnos, a invitarnos a conseguir metas superiores de vida cristiana, viene a alentar los trabajos de la misión continental, asumida por nuestros obispos en aparecida, concebida como “Un nuevo pentecostés que nos impulse a ir de manera especial en búsqueda de los alejados y de los que poco o nada conocen a Jesucristo”. Expectantes queremos oír su mensaje que nos renueve en una espiritualidad misionera y contagiar a los demás de lo que hemos visto y oído.

Ya usted lo señalo en la misa celebrada en la basílica de San Pedro el día 12 de diciembre cuando expreso su intención de venir a nuestro continente: “para proclamar la palabra de Cristo, afianzar la convicción de que este es un tiempo precioso para evangelizar con una fe recia, una esperanza viva y una caridad ardiente”.

Para nosotros es muy claro que el afán que impulso a su santidad y lo trajo hasta nuestra tierra, no es sino realizar el oficio de amor que como sumo pontífice le corresponde: hacer presente con sus palabras y ejemplo al supremo pastor y guardián de nuestras almas, Jesucristo que ha visitado y redimido a su pueblo.

Santísimo Padre:

Llega usted a nuestra patria mexicana en momentos en que oramos con el salmista: “Oh Dios, escucha mi plegaria… pues veo en la ciudad violencia y discordia…en su recinto, crimen e injusticia, dentro de ella calamidades” (Cfr.sal.55,10-12) Hemos vivido en estos últimos años acontecimientos de violencia y muerte que han generado una penosa sensación de temor, impotencia y duelo. Sabemos que está dramática realidad tiene raíces perversas que la alimenta: la pobreza, la falta de oportunidades, la corrupción, la impunidad, la deficiente procuración de justicia y el cambio cultural que lleva a la convicción de que esta vida solo vale la pena ser vivida si permite acumular bienes y poder rápidamente y sin importar sus consecuencias y su coste.

Somos conscientes de que padecemos también una grave crisis de moralidad, porque se ha debilitado y relativizado la experiencia religiosa en algunos sectores de nuestro pueblo, con graves consecuencias en la vivencia y educación de los valores morales.

Sin embargo, la inmensa mayoría de nuestra gente no quiere caminar por caminos de muerte y destrucción; anhela más bien vivir en paz y gozar de la felicidad en Cristo. Para alcanzar tan legítimos deseos necesitamos predicar el evangelio de la conversión que nos lleve a realizar gestos concretos de reconciliación, justicia y paz.

Necesitamos fortalecer la convicción de que la fe en Jesucristo engendra vida nueva y trasforma a los individuos y a las sociedades. Necesitamos acrecentar en todos los evangelizadores una espiritualidad que nos comprometa en un proceso de cambio; así testificaremos que la vida en Cristo sana, fortalece y humaniza. (Cfr.D.A.351).

Conociendo su valiente y decidido ministerio, santo padre, le pedimos nos aliente para ser constructores de una sociedad con rostro humano y solidario.

Necesitamos un mensaje de esperanza, como el que usted predico comentando el salmo 110: “No obstante todas las cosas que nos hacen dudar sobre el desenlace positivo de la historia, vence el bien, vence el amor y no el odio”.

Beatísimo padre:

En nombre de todas las patrias hermanas de nuestro continente, en nombre de nuestra patria mexicana y de estas tierras de Cristo rey y de Santa María Guadalupe, le deseamos QUE DIOS BENDIGA CON ABUNDANCIA SU VIDA Y SU MINISTERIO. Lo recibimos con respeto, veneración y afecto filial. ¡SEA USTED BIENVENIDO!

† José G. Martín Rábago
Arzobispo de León