Desde que nos fue notificada la gratísima noticia de que su santidad nos visitaría, hemos orado agradeciendo al Dios de las bondades que nos ha privilegiado, eligiéndolos para tener con nosotros al Sucesor del Apóstol Pedro, al Vicario de Cristo, al Pastor de la Iglesia Universal.
Su visita es un acontecimiento de gracia: viene como mensajero de buenas nuevas, a reanimarnos, a invitarnos a conseguir metas superiores de vida cristiana, viene a alentar los trabajos de la misión continental, asumida por nuestros obispos en aparecida, concebida como “Un nuevo pentecostés que nos impulse a ir de manera especial en búsqueda de los alejados y de los que poco o nada conocen a Jesucristo”. Expectantes queremos oír su mensaje que nos renueve en una espiritualidad misionera y contagiar a los demás de lo que hemos visto y oído.
Ya usted lo señalo en la misa celebrada en la basílica de San Pedro el día 12 de diciembre cuando expreso su intención de venir a nuestro continente: “para proclamar la palabra de Cristo, afianzar la convicción de que este es un tiempo precioso para evangelizar con una fe recia, una esperanza viva y una caridad ardiente”.
Para nosotros es muy claro que el afán que impulso a su santidad y lo trajo hasta nuestra tierra, no es sino realizar el oficio de amor que como sumo pontífice le corresponde: hacer presente con sus palabras y ejemplo al supremo pastor y guardián de nuestras almas, Jesucristo que ha visitado y redimido a su pueblo.
Santísimo Padre:
Llega usted a nuestra patria mexicana en momentos en que oramos con el salmista: “Oh Dios, escucha mi plegaria… pues veo en la ciudad violencia y discordia…en su recinto, crimen e injusticia, dentro de ella calamidades” (Cfr.sal.55,10-12) Hemos vivido en estos últimos años acontecimientos de violencia y muerte que han generado una penosa sensación de temor, impotencia y duelo. Sabemos que está dramática realidad tiene raíces perversas que la alimenta: la pobreza, la falta de oportunidades, la corrupción, la impunidad, la deficiente procuración de justicia y el cambio cultural que lleva a la convicción de que esta vida solo vale la pena ser vivida si permite acumular bienes y poder rápidamente y sin importar sus consecuencias y su coste.
Somos conscientes de que padecemos también una grave crisis de moralidad, porque se ha debilitado y relativizado la experiencia religiosa en algunos sectores de nuestro pueblo, con graves consecuencias en la vivencia y educación de los valores morales.
Sin embargo, la inmensa mayoría de nuestra gente no quiere caminar por caminos de muerte y destrucción; anhela más bien vivir en paz y gozar de la felicidad en Cristo. Para alcanzar tan legítimos deseos necesitamos predicar el evangelio de la conversión que nos lleve a realizar gestos concretos de reconciliación, justicia y paz.
Necesitamos fortalecer la convicción de que la fe en Jesucristo engendra vida nueva y trasforma a los individuos y a las sociedades. Necesitamos acrecentar en todos los evangelizadores una espiritualidad que nos comprometa en un proceso de cambio; así testificaremos que la vida en Cristo sana, fortalece y humaniza. (Cfr.D.A.351).
Conociendo su valiente y decidido ministerio, santo padre, le pedimos nos aliente para ser constructores de una sociedad con rostro humano y solidario.
Necesitamos un mensaje de esperanza, como el que usted predico comentando el salmo 110: “No obstante todas las cosas que nos hacen dudar sobre el desenlace positivo de la historia, vence el bien, vence el amor y no el odio”.
Beatísimo padre:
En nombre de todas las patrias hermanas de nuestro continente, en nombre de nuestra patria mexicana y de estas tierras de Cristo rey y de Santa María Guadalupe, le deseamos QUE DIOS BENDIGA CON ABUNDANCIA SU VIDA Y SU MINISTERIO. Lo recibimos con respeto, veneración y afecto filial. ¡SEA USTED BIENVENIDO!
† José G. Martín Rábago
Arzobispo de León
Arzobispo de León
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