martes, 9 de julio de 2013

CARTA ENCÍCLICA LUMEN FIDEI DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO: Resumen preparado por la Secretaría General de la CEM

Fechada el 29 de junio de 2013, solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, el Papa Francisco ha dirigido a los obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y fieles laicos la primera encíclica de su Pontificado, titulada “Lumen Fidei” (La Luz de la Fe), en el marco del Año de la Fe, convocado por su predecesor en ocasión del 50 aniversario del Concilio Vaticano II y de los 20 años del Catecismo de la Iglesia Católica.

El Papa Francisco comenta que estas consideraciones sobre la fe habían sido prácticamente completadas por el Papa Benedicto XVI. “Se lo agradezco de corazón –dice– y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones. El Sucesor de Pedro, ayer, hoy y siempre, está llamado a «confirmar a sus hermanos» en el inconmensurable tesoro de la fe, que Dios da como luz sobre el camino de todo hombre” (n. 7).

Tras afirmar que quien cree ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino (n. 1), el Santo Padre comenta que muchos contemporáneos nuestros piensan que la fe es ilusoria; que creer es lo contrario de buscar, como decía Nietzsche. Para ellos, la fe es un espejismo que nos impide avanzar con libertad hacia el futuro (n. 2). Sin embargo, poco a poco se ha visto que la luz de la sola razón no logra iluminar suficientemente; que al renunciar a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, el hombre se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, incapaces de abrir el camino. “Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija” (n. 3).

Ante esto, el Papa señala que es urgente recuperar el carácter luminoso de la fe, capaz de iluminar toda la existencia del hombre. “La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor… experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud… La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo… que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro «yo» aislado, hacia la más amplia comunión” (n. 4).



CAPÍTULO PRIMERO

HEMOS CREÍDO EN EL AMOR

(cf. 1Jn 4,16)



El Papa explica que, dado que la fe nos abre el camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia, para entender lo que es, tenemos que considerar el camino de los creyentes, entre los que destaca Abrahán, a quien Dios le dirige la Palabra, revelándose como un Dios capaz de entrar en contacto con el hombre y establecer una alianza con él (n. 8). Lo que esta Palabra comunica a Abrahán es una llamada a salir de su tierra, una invitación a abrirse a la promesa de una vida nueva: ser padre de un gran pueblo (cf. Gn 13,16; 15,5; 22,17) (n. 9). Lo que se pide a Abrahán es que se fíe de esta Palabra, que es lo más seguro e inquebrantable. “El hombre es fiel creyendo a Dios, que promete –escribe san Agustín–; Dios es fiel dando lo que promete al hombre” (In Psal. 32, II) (n.10). El Dios que pide a Abrahán que se fíe totalmente de él, es aquel que es origen de todo y que todo lo sostiene (n. 11).

En el libro del Éxodo, la historia del pueblo de Israel sigue la estela de la fe de Abrahán, hacia la tierra prometida (n. 12). Un pueblo, sin embargo, que ha caído muchas veces en la tentación de la incredulidad, prefiriendo adorar al ídolo, fabricado por el hombre. “La idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y forman más bien un laberinto. Quien no quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: «Fíate de mi» (n. 13).

“La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría. Creer significa confiarse a un amor misericordioso que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia. La fe consiste en la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios” (n. 13).

En la fe de Israel destaca también la figura de Moisés, el mediador que habla con Dios y transmite a todos la voluntad del Señor. Así, el acto de fe individual se inserta en una comunidad. Esta mediación es difícil de comprender cuando se tiene una concepción individualista y limitada del conocimiento (n. 14).

“Abrahán... saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría” (Jn 8,56). Según estas palabras de Jesús, la fe de Abrahán estaba orientada ya a él. La fe cristiana es confesar que Jesús es el Señor, y Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cf. Rm 10,9). La vida de Jesús es la manifestación suprema y definitiva de Dios, de su amor por nosotros. “La fe cristiana es fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo... La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino último” (n. 15).

La mayor prueba de la fiabilidad del amor de Cristo se encuentra en su muerte por nosotros (cf. Jn 15,13). “En este amor, que no se ha sustraído a la muerte para manifestar cuánto me ama, es posible creer… nos permite confiarnos plenamente en Cristo” (n. 16). Porque Jesús es el Hijo, porque está radicado de modo absoluto en el Padre, ha podido vencer a la muerte y hacer resplandecer plenamente la vida.

La fe es creer que Cristo es la manifestación máxima del amor de Dios y unirnos a él para poder creer. La fe mira a Jesús y mira desde el punto de vista de Jesús, el Hijo que nos explica a Dios (cf Jn 1,18). “«Creemos a» Jesús cuando aceptamos su Palabra, su testimonio, porque él es veraz (cf Jn 6,30). «Creemos en» Jesús cuando lo acogemos personalmente en nuestra vida y nos confiamos a él, uniéndonos a él mediante el amor y siguiéndolo a lo largo del camino” (n. 17).

Para que pudiésemos conocerlo, acogerlo y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne. La fe cristiana es fe en la encarnación del Verbo y en su resurrección en la carne; es fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que ha entrado en nuestra historia. “La fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios este mundo y cómo lo orienta hacía sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra” (n. 18).

La fe en Cristo nos salva porque en él la vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma, que obra en nosotros y con nosotros; que ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano (n. 20). El cristiano puede tener los ojos de Jesús, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el Espíritu (n. 21). De este modo, la existencia creyente se convierte en existencia eclesial: todos los creyentes forman un solo cuerpo en Cristo. “Los cristianos son «uno» (cf. Ga 3,28), sin perder su individualidad, y en el servicio a los demás cada uno alcanza hasta el fondo su propio ser”. La fe se confiesa dentro del cuerpo de Cristo; nace de la escucha y está destinada a convertirse en anuncio (n. 22).



CAPÍTULO SEGUNDO

SI NO CREÉIS, NO COMPRENDERÉIS

(cf. Is 7,9)

“El hombre tiene necesidad de conocimiento, tiene necesidad de verdad, porque sin ella no puede subsistir, no va adelante” (n. 24). En la cultura contemporánea se tiende a aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica o las verdades del individuo, relativas. La verdad grande, que explica la vida personal y social en su conjunto, es vista con sospecha, como raíz de los totalitarismos y de los fanatismos (n. 25). Sin embargo, la fe, “aporta la visión completa de todo el recorrido y nos permite situamos en el gran proyecto de Dios; sin esa visión, tendríamos solamente fragmentos aislados de un todo desconocido” (n. 29).

Con su encarnación, Jesús nos ha tocado y, a través de los sacramentos, también hoy nos toca. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la fuerza de su gracia” (n. 31). La fe puede iluminar los interrogantes de nuestro tiempo. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos. Ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la ciencia (n. 34). Ilumina el camino de todos los que buscan a Dios. Favorece el diálogo con los seguidores de las diversas religiones. Y al configurarse como vía, concierne también a los que, aunque no crean, desean creer y no dejan de buscar. “Quien se pone en camino para practicar el bien se acerca a Dios, y ya es sostenido por él” (n. 35).

Al tratarse de una luz, la fe nos invita a adentrarnos en ella. Del deseo de conocer mejor lo que amamos, nace la teología cristiana, que participa en la forma eclesial de la fe, donde el Magisterio del Papa y de los Obispos en comunión con él, asegura el contacto con la fuente originaria, la Palabra de Dios en su integridad (n. 36).



CAPÍTULO TERCERO

TRANSMITO LO QUE HE RECIBIDO

(cf. 1 Co 15,3)

La fe, que nace de un encuentro, tiene necesidad de transmitirse. Y mediante una cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros. La Iglesia es una Madre que nos enseña el lenguaje de la fe. “El Amor, que es el Espíritu y que mora en la Iglesia, mantiene unidos entre sí todos los tiempos y nos hace contemporáneos de Jesús, convirtiéndose en el guía de nuestro camino de fe” (n. 38). La Iglesia transmite a sus hijos el contenido de su memoria, mediante la tradición apostólica. En la liturgia, por medio de los sacramentos, se comunica esta riqueza (n. 40). La transmisión de la fe se realiza en primer lugar mediante el bautismo, que nos convierte en hijos adoptivos de Dios. Ahí recibimos también una doctrina que profesar y una forma concreta de vivir, que nos pone en el camino del bien (n. 41). El bautizado, rescatado de la muerte, “puede ponerse en pie sobre el «picacho rocoso» (cf. Is 33,16) porque ha encontrado algo consistente donde apoyarse” (n. 43).

San Agustín decía que a los padres corresponde no sólo engendrar a los hijos, sino también llevarlos a Dios, para que sean regenerados como hijos de Dios por el bautismo y reciban el don de la fe (cf. De nuptiis et concupiscentia, I,4,5) (n. 43). La naturaleza sacramental de la fe alcanza su máxima expresión en la Eucaristía, alimento para la fe, “encuentro con Cristo presente realmente con el acto supremo de amor, el don de sí mismo, que genera vida; que nos introduce, en cuerpo y alma, en el movimiento de toda la creación hacia su plenitud en Dios” (n. 44).

En la celebración de los sacramentos, la Iglesia transmite su memoria, en particular mediante la profesión de fe, en la que “toda la vida se pone en camino hacia la comunión plena con el Dios vivo”. El Credo tiene una estructura trinitaria. Así afirma que el secreto más profundo de todas las cosas es la comunión divina; que este Dios comunión, intercambio de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu, es capaz de abrazar la historia del hombre, de introducirla en su dinamismo de comunión. Quien confiesa la fe, “no puede pronunciar con verdad las palabras del Credo sin ser transformado, sin inserirse en la historia de amor que lo abraza, que dilata su ser haciéndolo parte de una comunión grande, la Iglesia” (n. 45).

Otros dos elementos esenciales en la transmisión fiel de la memoria de la Iglesia son la oración del Señor, elPadrenuestro, y el decálogo (cf. Ex 20,2), cuyos preceptos, que alcanzan su plenitud en Jesús (cf. Mt 5-7), “hacen salir del desierto del «yo» cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo con Dios, dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia” (n. 46).

La fe debe ser confesada en su pureza e integridad (cf. 1 Tm 6,20) (n. 48). Como servicio a la unidad de la fe y a su transmisión íntegra, el Señor ha dado a la Iglesia el don de la sucesión apostólica. El Magisterio habla siempre en obediencia a la Palabra originaria sobre la que se basa la fe (n. 49).



CAPÍTULO CUARTO

DIOS PREPARA UNA CIUDAD PARA ELLOS

(cf. Hb 11,16)



Al presentar la fe de los patriarcas y de los justos del Antiguo Testamento, la Carta a los Hebreos pone de relieve que ésta no es sólo un camino, sino también edificación de un lugar en el que los hombres puedan convivir (cf. 11,7) (n. 50). Por su conexión con el amor (cf. Ga 5,6), la fe ilumina las relaciones humanas; se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz. Permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común. “Su luz no luce sólo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza… Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios” (n. 51).

El primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia. Fundados en este amor, hombre y mujer pueden prometerse amor mutuo para toda la vida. La fe, además, ayuda a captar en toda su profundidad y riqueza la generación de los hijos. (n. 53). En la familia, la fe está presente en todas las etapas de la vida. Por eso, es importante que los padres cultiven prácticas comunes de fe en la familia. Sobre todo los jóvenes deben sentir la cercanía y la atención de la familia y de la Iglesia. “Los jóvenes aspiran a una vida grande. El encuentro con Cristo amplía el horizonte de la existencia, le da una esperanza sólida que no defrauda. La fe no es un refugio para gente pusilánime... Hace descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos” (n. 52).

“¡Cuántos beneficios ha aportado la mirada de la fe a la ciudad de los hombres para contribuir a su vida común! Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad única de cada persona, que no era tan evidente en el mundo antiguo” (n. 54). La fe nos hace respetar más la naturaleza; nos invita a buscar modelos de desarrollo que consideren la creación como un don del que todos somos deudores; nos enseña a identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la autoridad viene de Dios para estar al servicio del bien común. La fe afirma también la posibilidad del perdón e ilumina la vida en sociedad, poniendo todos los acontecimientos en relación con el origen y el destino de todo en el Padre que nos ama (n. 55).

Incluso, en la hora de la prueba, la fe nos ilumina. Por eso el Salmo 116 exclama: “Tenía fe, aún cuando dije: «¡Qué desgraciado soy!»” (v. 10). El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en Dios, que no nos abandona, y de crecimiento en la fe y en el amor. Viendo la unión de Cristo con el Padre, incluso en el momento de mayor sufrimiento en la cruz (cf. Mc15,34), el cristiano aprende a participar en la misma mirada de Cristo. La muerte queda iluminada y puede ser vivida como la última llamada de la fe, el último “sal de tu tierra y ven”, pronunciado por el Padre (n. 56).

La luz de la fe no nos lleva a olvidamos de los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombres y mujeres de fe han recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de Asís, del leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres. Acercándose a ellos, no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón de todos los males que los aquejan. La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y darnos luz. La fe va de la mano de la esperanza porque, aunque nuestra morada terrenal se destruye, tenemos una mansión eterna, que Dios ha inaugurado ya en Cristo, en su cuerpo (cf 2 Co 4,16-5,5). “En unidad con la fe y la caridad, la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día” (n. 57).

BIENAVENTURADA LA QUE HA CREÍDO (Lc 1,4.5)

“La Madre del Señor es icono perfecto de la fe, como dice santa Isabel: «Bienaventurada la que ha creído» (Lc1,45). En la plenitud de los tiempos, la Palabra de Dios fue dirigida a María, y ella la acogió con todo su ser para que tomase carne en ella y naciese como luz para los hombres” (n. 58). A ella nos encomendamos, pidiendo que “esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo” (60).