miércoles, 13 de febrero de 2013

Carta del Cardenal Norberto Rivera Carrera al Santo Padre Benedicto XVI

México, D.F., Febrero 12 del 2013. 

Querido Santo Padre Benedicto XVI. 

El anuncio que hizo de la dimisión a su ministerio petrino durante la fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, dentro del consistorio donde a los mexicanos nos dio la alegre noticia de la fecha de elevación a los altares de la madre Guadalupe García, nos llenó de estupor, de tristeza, y nos dejó un sentimiento de orfandad, de desamparo. 

Usted nos ha dicho un adiós sereno, pero marcado por el sufrimiento de quien durante casi ocho años ha llevado sobre sus hombros la enorme responsabilidad de apacentar el rebaño del Señor, de conducir en medio de las borrascas y los presagios más negros, la barca de la Iglesia universal, a la que supo guiar, con firmeza y mansedumbre a buen puerto. Así es Santidad, deja a la Iglesia de Jesucristo en paz, después de sortear tempestades, incomprensiones y hasta traiciones, pero usted, pese a la furia del mal, siempre permaneció incólume en la fe, siempre actuó guiado por la caridad, y cumplió el mandato que el Señor le dio, de confirmar a sus hermanos en la fe. 

También nos ha dicho que ya no tiene las fuerzas físicas para continuar ejerciendo el ministerio petrino, pero sí la voluntad para que, una vez dejado el gobierno de la Iglesia, abrace la cruz del Señor desde una vida retirada en la oración ferviente y el sufrimiento silencioso pero fecundo. Al fin, Santo Padre, tendrá ese espacio añorado para rezar, para meditar y escribir, para entrar en el sosiego que da sabernos amados por el Señor, y en el que experimentará la alegría de saberse suyo, pues toda su vida, su inteligencia y voluntad, la ha puesto al servicio de Cristo y de su Santa Iglesia. 

Gracias, Santo Padre, por estos ocho años de fecundo servicio pastoral; por su valentía al proclamar la Verdad de Jesucristo; por su magnífico y brillante magisterio; por su testimonio de amor a la humanidad; por la sencillez y la humildad que lo han llevado a tomar la valiente decisión de dejar la guía de la Iglesia, confiando en que el Señor sabrá proveer un Pastor bueno como usted, sencillo y humilde como usted, que sabrá llevarnos a nuevas praderas. 

Como Arzobispo de México, en unión con mis obispos auxiliares, presbíteros, religiosos y religiosas, y el pueblo de Dios, queremos manifestarle en este día santo, en el que da inicio la Cuaresma, nuestra más profunda admiración y gratitud. Puede tener la certeza de que no lo olvidaremos, de que lo sostendremos en sus débiles fuerzas por la oración, unida a su soledad y sufrimiento; y usted sabe, Santo Padre, que nuestra palabra es sincera, como sincero fue el amor del pueblo mexicano que se volcó lleno de alegría a recibirlo en la visita que hizo a nuestro país; este México atribulado por la violencia, la discordia y el dolor de tantas víctimas inocentes, recibió de usted la esperanza y el consuelo que hoy nos animan a seguir adelante. 

Quisiéramos decirle, Santo Padre, que no se vaya, pero vienen a nuestra mente las palabras que el Señor le dijo a Pedro: “Te aseguro que cuando eras más joven tú mismo te ceñías e ibas a donde querías, pero cuando seas anciano extenderás los brazos y será otro quien te ceñirá y te llevará a donde no quieras ir (cfr Jn 21,18)”… y entonces le dejamos partir, pues en su decisión, largamente meditada, sabe que se encuentra la voluntad de Dios, y toda su vida ha estado atento a Su voz; y ha encontrado la felicidad en la obediencia a Su voluntad. 

Imploramos a María Santísima de Guadalupe para que lo llene de su dulzura y consuelo, para que sepa que está en su regazo, que nada más ha de desear y que no tiene por qué temer. ¡Gracias! ¡Una y mil veces más, gracias! Que el Señor mismo sea su recompensa y, llegado el feliz momento del retorno a la Casa del Padre, reciba el premio a todas sus fatigas y desvelos, y sean así colmados todos sus anhelos. 

+ Norberto Card. Rivera Carrera
Arzobispo Primado de México

Texto completo del saludo del Cardenal Tarcisio Bertone al Papa durante la celebración del Miércoles de Ceniza

Beatísimo Padre:

Con sentimientos de gran conmoción y de profundo respeto no sólo la Iglesia, sino todo el mundo, han recibido la noticia de su decisión de renunciar al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor del Apóstol Pedro.

No seríamos sinceros, Santidad, si no le dijéramos que esta tarde hay un velo de tristeza en nuestro corazón. En estos años, su Magisterio ha sido una ventana abierta sobre la Iglesia y sobre el mundo, que ha hecho filtrar los rayos de la verdad y del amor de Dios, para dar luz y calor a nuestro camino, también y, sobre todo, en los momentos en que las nubes se adensan en el cielo.

Todos nosotros hemos comprendido que precisamente el amor profundo que Su Santidad tiene por Dios y por la Iglesia lo ha impulsado a este acto, revelando esa pureza de ánimo, esa fe robusta y exigente, esa fuerza de la humildad y de la mansedumbre, junto a un gran valor, que han caracterizado cada paso de su vida y de su ministerio, y que pueden venir solamente del estar con Dios, del estar ante la luz de la Palabra de Dios, del subir continuamente la montaña del encuentro con Él para volver a descender después a la Ciudad de los hombres.

Santo Padre, hace pocos días con los Seminaristas de su diócesis de Roma, Usted ha dicho que siendo cristianos sabemos que el futuro es nuestro, el futuro es de Dios, que el árbol de la Iglesia crece siempre de nuevo. 

La Iglesia se renueva siempre, renace siempre. Servir a la Iglesia con la firme convicción de que no es nuestra, sino de Dios, que no somos nosotros quienes la construimos, sino que es Él; poder decir con verdad: “Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que debíamos hacer” (Lc 17, 10), confiando totalmente en el Señor, es una gran enseñanza que Usted, también con esta decisión sufrida, nos dona, no sólo a nosotros, Pastores de la Iglesia, sino al entero Pueblo de Dios.

La Eucaristía es un dar gracias a Dios. Esta tarde nosotros queremos dar gracias al Señor por el camino que toda la Iglesia ha hecho bajo la guía de Su Santidad y queremos decirle desde lo más íntimo de nuestro corazón, con gran afecto, conmoción y admiración: gracias por habernos dado el luminoso ejemplo de sencillo y humilde trabajador en la viña del Señor, pero de un trabajador que ha sabido realizar en todo momento lo que es más importante: llevar a Dios a los hombres y llevar los hombres a Dios.

Texto completo de la homilía del Santo Padre sobre la Cuaresma y el Miércoles de Ceniza

¡Venerables Hermanos, queridos hermanos y hermanas!

Hoy, Miércoles de Ceniza, iniciamos un nuevo camino cuaresmal, un camino que se desarrolla por cuarenta días y que nos conduce al gozo de la Pascua del Señor, a la victoria de la Vida sobre la muerte. Nos hemos reunido para la Celebración de la Eucaristía siguiendo la antiquísima tradición romana de las estaciones cuaresmales. 

Tal tradición prevé que la primera statio tenga lugar en la Basílica de Santa Sabina sobre la colina romana del Aventino. Las circunstancias han sugerido reunirnos en la basílica Vaticana. Esta tarde somos muchos los que nos encontramos alrededor de la Tumba del Apóstol Pedro para pedir también su intercesión para el camino de la Iglesia en este momento particular, renovando nuestra fe en el Pastor Supremo, Cristo Señor. 

Es para mí una ocasión propicia para agradecer a todos, especialmente a los fieles de la Diócesis de Roma, mientras me preparo a concluir el ministerio petrino, y para pedir un particular recuerdo en la oración.

Las Lecturas que han sido proclamadas nos ofrecen ocasiones que, con la gracia de Dios, estamos llamados a convertir en actitudes y comportamientos concretos en esta Cuaresma. Ante todo la Iglesia nos vuelve a proponer, el enérgico llamado que el profeta Joel dirige al pueblo de Israel: «Dice el Señor todopoderoso: convertíos a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto, con luto» (2,12). Es subrayada la expresión «de todo corazón», que significa desde el centro de nuestros pensamientos y sentimientos, de la raíz de nuestras decisiones, elecciones y acciones, con un gesto de total y radical libertad. Pero ¿es posible este retorno a Dios? Sí, porque hay una fuerza que no reside en nuestro corazón, sino que se libera del corazón mismo de Dios.

Es la fuerza de su misericordia. El profeta dice todavía: «Convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas» (v.13). El retorno al Señor es posible como ‘gracia’, porque es obra de Dios es fruto de la fe que reponemos en su misericordia. Pero este retornar a Dios se vuelve realidad concreta en nuestra vida solo cuando la gracia del Señor penetra en lo profundo y lo sacude donándonos la fuerza de «lacerar el corazón». Es el profeta una vez más que hace resonar da parte de Dios estas palabras: «Rasgad los corazones, no las vestiduras» (v.13). En efecto, también en nuestros días, muchos están listos a “rasgarse las vestiduras” ante escándalos e injusticias – cometidas naturalmente por otros –, pero pocos parecen dispuestos a actuar sobre el propio “corazón”, sobre la propia consciencia y sobre las propias intenciones, dejando que el Señor transforme, renueve y convierta.

Aquel «convertíos a mí de todo corazón», es un llamado que no solo involucra al individuo, sino a la comunidad. Hemos escuchado siempre en la primera Lectura: «Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad la reunión; congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos, congregad a muchachos y niños de pecho; salga el esposo de la alcoba» (vv.15-16). 

La dimensión comunitaria es un elemento esencial en la fe y en la vida cristiana. Cristo ha venido «para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Cfr. Jn 11, 52). El “Nosotros” de la Iglesia es la comunidad en la que Jesús nos reúne (Cfr. Jn 12, 32): la fe es necesariamente eclesial. Y esto es importante recordarlo y vivirlo en este Tiempo de la Cuaresma: que cada uno sea consiente que el camino penitencial no lo enfrenta solo, sino junto a tantos hermanos y hermanas, en la Iglesia.

El profeta, en fin, se detiene sobre la oración de los sacerdotes, los cuales, con los ojos llenos de lágrimas, se dirigen a Dios diciendo: «¡No entregues tu herencia al oprobio, y que las naciones no se burlen de ella! ¿Por qué se ha de decir entre los pueblos: Dónde está su Dios?» (v.17). Esta oración nos hace reflexionar sobre la importancia del testimonio de fe y de vida cristiana de cada uno de nosotros y de nuestras comunidades para manifestar el rostro de la Iglesia y cómo, algunas veces este rostro es desfigurado. 

Pienso, en particular, en las culpas contra la unidad de la iglesia, en las divisiones en el cuerpo eclesial. Vivir la Cuaresma en una comunión eclesial más intensa y evidente, superando individualismos y rivalidades, es un signo humilde y precioso para los que están alejados de la fe o los indiferentes.

«¡Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación!» (2 Co 6, 2). Las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Corinto resuenan también para nosotros con una urgencia que no admite ausencias o inercias. El término “éste” repetido tantas veces dice que este momento non se debe dejar escapar, se nos ofrece como ocasión única e irrepetible. Y la mirada del Apóstol se concentra en el compartir, con el que Cristo ha querido caracterizar su existencia, asumiendo todo lo humano hasta hacerse cargo del mismo pecado de los hombres. 

La frase de san Pablo es muy fuerte: «Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro ». Jesús, el inocente, el Santo, «Aquél que no conoció el pecado» (2 Co 5, 21), asume el peso del pecado compartiendo con la humanidad el resultado de la muerte, y de la muerte en la cruz. La reconciliación que se nos ofrece ha tenido un precio altísimo, el de la cruz levantada en el Gólgota, donde fue colgado el Hijo de Dios hecho hombre. En esta inmersión de Dios en el sufrimiento humano en el abismo del mal está la raíz de nuestra justificación.

El «volver a Dios con todo nuestro corazón» en nuestro camino cuaresmal pasa a través de la Cruz, el seguir a Cristo por el camino que conduce al Calvario, al don total de sí. Es un camino en el cual debemos aprender cada día a salir cada vez más de nuestro egoísmo y de nuestro ensimismamiento, para dejar espacio a Dios que abre y transforma el corazón. Y san Pablo recuerda cómo el anuncio de la Cruz resuena también para nosotros gracias a la predicación de la Palabra, de la que el mismo Apóstol es embajador; un llamado para nosotros, para que este camino cuaresmal se caracterice por una escucha más atenta y asidua de la Palabra de Dios, luz que ilumina nuestros pasos.

En la página del Evangelio de Mateo, que pertenece al denominado Sermón de la montaña, Jesús se refiere a tres prácticas fundamentales previstas por la Ley mosaica: la limosna, la oración y el ayuno; son también indicaciones tradicionales en el camino cuaresmal para responder a la invitación de «volver a Dios de todo corazón». Pero Jesús subraya que la calidad y la verdad de la relación con Dios son las que califican la autenticidad de todo gesto religioso. Por ello Él denuncia la hipocresía religiosa, el comportamiento que quiere aparentar, las conductas que buscan aplausos y aprobación. 

El verdadero discípulo no se sirve a sí mismo o al “público”, sino a su Señor, en la sencillez y en la generosidad: «Y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,4.6.18). Nuestro testimonio, entonces, será más incisivo cuando menos busquemos nuestra gloria y seremos conscientes de que la recompensa del justo es Dios mismo, el estar unidos a Él, aquí abajo, en el camino de la fe, y al final de la vida, en la paz y en la luz del encuentro cara a cara con Él para siempre (Cfr. 1 Co 13, 12).

Queridos hermanos y hermanas, comencemos confiados y alegres este itinerario cuaresmal. Que resuene fuerte en nosotros la invitación a la conversión, a «volver a Dios de todo corazón», acogiendo su gracia que nos hace hombres nuevos, con aquella sorprendente novedad que es participación en la vida misma de Jesús. 

Nadie de nosotros, por lo tanto, haga oídos sordos a este llamado, que se nos dirige también en el austero rito, tan sencillo y al mismo tiempo tan sugestivo, de la imposición de las cenizas, que cumpliremos dentro de poco ¡Que nos acompañe en este tempo la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo del Señor! ¡Amén!

Palabras del Santo Padre Benedicto XVI al iniciar la Audiencia General. Miércoles 13 de Febrero de 2013

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL
Sala Pablo VI 
Miércoles 13 de febrero de 2013 

Queridos hermanos y hermanas

Como sabéis – gracias por vuestra simpatía –, he decidido renunciar al ministerio que el Señor me ha confiado el 19 de abril de 2005. Lo he hecho con plena libertad por el bien de la Iglesia, tras haber orado durante mucho tiempo y haber examinado mi conciencia ante Dios, muy consciente de la importancia de este acto, pero consciente al mismo tiempo de no estar ya en condiciones de desempeñar el ministerio petrino con la fuerza que éste requiere. Me sostiene y me ilumina la certeza de que la Iglesia es de Cristo, que no dejará de guiarla y cuidarla. Agradezco a todos el amor y la plegaria con que me habéis acompañado. Gracias. En estos días nada fáciles para mí, he sentido casi físicamente la fuerza que me da la oración, el amor de la Iglesia, vuestra oración. Seguid rezando por mí, por la Iglesia, por el próximo Papa. El Señor nos guiará.