viernes, 19 de junio de 2009

Homilía pronunciada por el Emmo. Sr. Cardenal Francisco Robles Ortega Arzobispo de Monterrey. Inicio del Año Sacerdotal


Inicio del Año Jubilar Sacerdotal
18 de Junio de 2009

Hermanos todos en el Señor:

Estamos celebrando a Jesucristo, nuestro Sumo y Eterno Sacerdote, su Sacerdocio es único y es eterno, pero su Sacerdocio no es etéreo, su Sacerdocio es real y se participa de una manera muy concreta, encarnada, visible, palpable, su Sacerdocio, por ser único y eterno, nos precede; antes de que nosotros fuéramos sacerdotes ministeriales, ya muchos hombres y mujeres han participado del Sacerdocio de Cristo por el Bautismo y muchos hombres han participado del sacerdocio ministerial por el Sacramento del Orden antes que nosotros. El Sacerdocio de Cristo nos precede y nos trasciende, después de nosotros, muchos hombres van a ser escogidos y van a ser sellados con el Espíritu de Jesús para que perpetúen su Sacerdocio en este mundo. Pero, en este momento histórico, en este lugar preciso que se llama la Arquidiócesis de Monterrey, nosotros, por gracia, hemos sido hechos partícipes de este Don del Sacerdocio único y eterno de Jesucristo, nosotros ahora somos los partícipes de este Don.

El que lo vivamos juntos no es fruto del destino ciego, el que lo estemos participando nosotros ahora no es obra de la casualidad, sino que entra dentro de los planes amorosos, sapientísimos y misericordioso de Dios. Por eso, al iniciar este Año Sacerdotal, el primer sentimiento muy hondo y sincero que brota de mi corazón es agradecer el Sacerdocio que, por Gracia, se me ha participado el sacerdocio ministerial, pero agradezco y bendigo al Señor que me toque vivir y realizar este ministerio sacerdotal, en comunión con mis hermanos Obispos, éstos, no otros, y agradezco inmensamente al Señor que este Don del sacerdocio lo esté viviendo y compartiendo en este momento en comunión con cada uno de ustedes, hermanos Presbíteros, ustedes, no otros, y bendigo al Señor por toda la riqueza de su Gracia que se expresa en la manera muy personal, individual, única, de ser de cada uno de ustedes.

Me alegro y me gozo de la variedad de dones y gracias que el Señor manifiesta en cada uno, único e irrepetible, y en todos. Por tanto, en este inicio del Año Jubilar agradezco a Dios por mi sacerdocio ministerial, pero vivido y compartido con cada uno de ustedes.

Bendigo al Señor que sea así, que sea aquí, que sea ahora, que sea con ustedes y que no sea con otros, porque es su plan, no es el destino, no es mera casualidad, es el plan providente. Por ese agradecimiento quisiera que ustedes me llevaran a vivir este año como un año de gracia y renovación de nuestro sacerdocio. Y quisiera también llevarlos, que nos llevemos mutuamente, por el camino de una auténtica renovación de esta gracia y este don inmerecido que hemos recibido por la gracia, porque el Señor así lo quiso, porque Él, desde toda su eternidad, pensó, nos hizo, nos eligió, nos consagró y nos envió para que fuéramos sus sacerdotes en este lugar y en este momento de la historia.

Bendigo al Señor también porque, gracias a la Comisión del Clero, ya se ha podido configurar todo un programa que, primero Dios, con el entusiasmo y la participación de todos lo vamos a ir realizando, no proponiendo o haciendo cosas extraordinarias, sino aprovechando la estructura que ya tenemos para nuestras reuniones, nuestros encuentros de estudio y espiritualidad marcándolas con el espíritu propio de este Año Sacerdotal.

Quisiera sugerirles tres puntos que nos pudieran ayudar a dar la unidad, en esta variedad de acciones e iniciativas que nos presentan:

1.- Vivir este año en la consciencia del amor de Dios, en el amor a Dios. El Sacerdote esta llamado a ser hombre de Dios y para que el Sacerdote sea hombre de Dios tiene que amar a Dios y saberse amado de Dios, y para que el Sacerdote se sepa amado y ame a Dios, necesita ser un hombre creyente, un hombre creyente en Dios, Uno y Trino. Vivir este año en la profundización del Amor de Dios.

2.- Vivir este año en el amor a nuestra vocación. El Sacerdote debe amar su vocación, la cual debe llevarlo a su realización humana, haciéndola plena y que no lo haga parecer perdido en un activismo sin saber de qué, ni para qué; ni perdido en una frustración de haber errado el camino de la vida. Que ame su vocación como la fuente de la auténtica y verdadera realización humana.

3.- Vivir la vocación sacerdotal en el amor a nuestros hermanos y hermanas. El Don del sacerdocio no es un Don para guardarlo, es un don para el pueblo, para los hermanos y hermanas que, no por casualidad, no por destino ciego, conforman la comunidad parroquial, en el estado de vida humana que se encuentran. Manifestando este amor, amamos a Dios.

Amor a Dios, amor a nuestra vocación y amor a nuestros hermanos.

Si todo el programa para vivir este Año Sacerdotal lo asumimos bajo estos tres puntos, experimentaremos una unidad en nuestra vida que tendrá amarre, soporte, sustento y no una sensación de perdidos o impotencia ante la demanda, la exigencia, los retos o proyectos diarios.

No es casualidad que el Papa haya propuesto el inicio del Año Sacerdotal en esta fiesta del Sagrado Corazón. En el corazón de Jesús se nos dice que Dios nos ama, nos comprende, nos entiende con un corazón como el nuestro; un corazón verdaderamente humano que sabe lo que sucede en el corazón de cada uno.

Dios nos ama con un corazón como el nuestro, capaz de entenderlo absolutamente todo lo que nos acontece como seres humanos. Dios nos ama con un corazón humano, pero por ese corazón humano se nos participa toda la plenitud de la Divinidad, esto es lo original, lo específico del amor del corazón de Jesús, nos ama como humano y nos entiende como humano pero, por ese corazón humano de Jesús, fluye todo el dinamismo, toda la fuerza y toda la gracia de la Divinidad y por el amor humano de Jesús, su corazón humano como el nuestro, nosotros podemos penetrar en todo el misterio de la Divinidad.

Si Dios nos a amado a todos y a cada uno a tal extremo, pidámosle que vaya conformando nuestro corazón sacerdotal como el corazón de Cristo, Corazón del Sumo, Único y Eterno Sacerdote, que lo vaya moldeando, reconstruyendo como el Corazón de su Hijo Jesús y cada Eucaristía, cada celebración del misterio del amor de Dios en Cristo será una real posibilidad de experimentarlo, acrecentarlo, vivirlo y proyectarlo.

Por eso, damos inicio a este Año Jubilar, celebrando el misterio del Amor de Dios en Cristo que se actualiza, que se hace real y verdadero para nosotros aquí y ahora.

Homilía pronunciada por el Emmo. Sr. Cardenal Norberto Rivera, Arzobispo Primado de México


Homilía
pronunciada por el Emmo. Sr. Cardenal Norberto Rivera, Arzobispo Primado de México, en la Eucaristía Solemne de la Inauguración del Año Jubilar Sacerdotal, en la Basílica de Guadalupe
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19 de junio de 2009

Con ocasión del 150° Aniversario de la Muerte del Santo Cura de Ars. Juan María Vianney, su Santidad Benedicto XVI nos ha convocado a Celebrar, con todas las Iglesias esparcidas por el mundo y con las cuales formamos una Sola Iglesia, Un Año Sacerdotal, teniendo como lema “Fidelidad de Cristo, fidelidad del Sacerdote.”

Nos unimos a S. S. Benedicto XVI y a la Iglesia Universal deseando contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo.

El Santo Padre nos ha recordado este pensamiento del Santo cura de Ars: "El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús", Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de "amigos de Cristo", llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?

Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?

Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo.

Hermanos sacerdotes, ustedes son importantes no sólo por cuanto hacen sino, sobre todo por lo que son. Con el Prefecto de la Congregación para el Clero, el Cardenal Hummes, constatamos realmente que la inmensa mayoría de nuestros sacerdotes son personas dignísimas, dedicadas al ministerio, hombres de oración y de caridad pastoral, que dedican toda su vida a realizar su vocación y misión y, en muchas ocasiones, con grandes sacrificios personales, pero siempre con una amor auténtico a Jesucristo, a la Iglesia y al pueblo, solidarios con los pobres y con quienes sufren. Por eso la Iglesia se muestra orgullosa de ustedes sacerdotes.

El Santo Padre nos invita a meditar sobre la fidelidad de Cristo y nuestra fidelidad a El cómo sacerdotes. Nosotros, sus Obispos, les agradecemos esa fidelidad a Cristo y a su ministerio sacerdotal en las comunidades eclesiales, desde las distintas condiciones del mundo actual.

Les animamos a seguir como discípulos misioneros, entregados a la desafiante y apasionada tarea de la Gran Misión, desde su experiencia de encuentro y seguimiento a Jesucristo, el Señor, hasta la puesta en práctica de los programas y procesos evangelizadores, de ir familia por familia, casa por casa.

Con el Espíritu de Jesús continúen renovando la alegría de su fe, la firmeza de su esperanza, la apasionada entrega de su caridad pastoral, en el gozo del ministerio que el Espíritu Santo les ha confiado, por la imposición de las manos.

Comprendemos y compartimos las dificultades y exigencias de los tiempos presentes que estamos llamados a vivir. Somos consientes de que la mies es mucha y los trabajadores escasean. Sufrimos el sentimiento de impotencia ante tantas realidades y situaciones que nos desbordan, humana, social y personalmente, en la pastoral urbana, suburbana, poblacional o campesina; lo mismo que la profunda crisis de valores y de humanidad que estamos viviendo.

Nos duelen las heridas del Cuerpo de Cristo, especialmente aquellas que desprecian el amor que brota de su “costado abierto”; asimismo nos lastiman las incoherencias en las que tantas veces incurrimos en nuestra condición de sacerdotes. Aunque es verdad que algunos hermanos sacerdotes, en un porcentaje muy pequeño, se han visto implicados en graves problemas y situaciones difíciles; sin embargo, como padres, hermanos y amigos, con ustedes damos gracias a Dios por el don inmenso del sacerdocio ministerial que hemos recibido de Jesucristo y que estamos luchando por vivir con fidelidad amorosa.

También queremos darles las gracias a ustedes, nuestros sacerdotes, con quienes compartimos juntos la hermosa misión de anunciar el Evangelio en medio de tantas dificultades y desafíos de nuestra gran ciudad.

En consecuencia, nosotros sus Obispos, estamos decididos a que este Año Sacerdotal sea “un año positivo y propositivo”. Por eso, a nombre de la Iglesia, queremos decirles a ustedes, que estamos orgullosos de ustedes, que los amamos, que los veneramos, que los admiramos y que reconocemos con gratitud su trabajo pastoral y su testimonio cotidiano de vida Sacerdotal y, sobre todo, su ser de hombres consagrados para hacer presente a Cristo.

En Nuestra Arquidiócesis de México, la vicaría de agentes, a través del Secretariado para el Ministerio Ordenado y de la Comisión para el Presbiterio se encargará de la Coordinación General de todos el proyecto en relación con el Año Sacerdotal, teniendo siempre como objetivo presentar a nuestro pueblo cristiano la grandeza y belleza del Sacerdocio, invitando a los sacerdotes a reflexionar sobre la verdad de su vida y ministerio, en orden a vivir y actuar con más profundidad y alegría y hacer llegar la invitación de Jesús que sigue llamando a quien el quiere para el ministerio sacerdotal.

Desde ahora quiero agradecer a las hermanas que oran por nosotros y a los laicos, a las organizaciones laicales que tienen el carisma de ser colaboradores del ministerio sacerdotal.

Como lo proyectó el Papa desde el instante en que convocó este año sacerdotal, para quienes integramos la Provincia Eclesiástica de México, particularmente para los sacerdotes, es un Año cuyo espíritu confluye y viene a impulsar extraordinariamente nuestra tarea eclesial evangelizadora de la Gran Misión Continental. Para realizarla en profundidad, hemos venido caminando con generosidad y entrega, como discípulos misioneros de Jesucristo, gracias al proceso de conversión personal, pastoral y estructural, que el Espíritu santo ha vendo suscitando en nuestra Arquidiócesis.

Entremos con fe y con entusiasmo en la realización de esta feliz iniciativa de Su Santidad Benedicto XVI que ha querido dedicar un Año para nosotros los sacerdotes. Dios bendecirá nuestros esfuerzos y Santa María de Guadalupe, Madre de los Sacerdotes, profundamente vinculada a nuestra Arquidiócesis, desde el Tepeyac nos ayudará con su intercesión, para que el amor que nos apremia y transforma, vaya forjando cada día más en nosotros nuestra identidad con Jesús, sumo Sacerdote y buen Pastor.

Vivamos el don de este Año Sacerdotal en la fraternidad sacramental, pero siempre, unidos a todo el Pueblo Santo de Dios, a quien nos debemos, por quien fuimos ordenados, a quienes fuimos destinados en nuestro ministerio sacerdotal.

San Juan María Vianey. Nota en video. ACIPRENSA



El Papa inaugura hoy el Año Sacerdotal

VATICANO, 19 Jun. 09 / 09:35 am (ACI)
Con la celebración de las Vísperas Solemnes en la Basílica de San Pedro, el Papa Benedicto XVI inaugura esta tarde el Año Sacerdotal, en el 150 aniversario del fallecimiento de San Juan María Vianney y al celebrarse la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.

ntes de las Vísperas se realizará una procesión con las reliquias del Santo Cura de Ars desde la Capilla de la Piedad hasta el altar de la Confesión y la Capilla del Coro; que será presidida por el Cardenal Angelo Comastri, Arcipreste de la Basílica Vaticana; así como por los cardenales Claudio Hummes, Prefecto de la Congregación para el Clero; y por Mons. Guy Bagnard, Obispo de Belley-Ars; en donde sirviera abnegadamente San Juan María Vianney.

El Papa venerará las reliquias y luego de las Vísperas se realizará la adoración Eucarística.

En marzo pasado el Papa Benedicto XVI escribía que "para favorecer esta tendencia de los sacerdotes a la perfección espiritual de la que depende sobre todo la eficacia de su ministerio, he decidido que se celebre un especial Año Sacerdotal del 19 de junio de 2009 –Sagrado Corazón de Jesús y Jornada para la santificación sacerdotal– al 19 de junio de 2010".

Indulgencia Plenaria con motivo del Año Sacerdotal


Ciudad del Vaticano.- Benedicto XVI concederá a los sacerdotes y fieles la indulgencia plenaria con motivo del Año Sacerdotal (19 de junio 2009 -19 junio 2010), convocado en honor de San Juan María Vianney, según informa el decreto hecho público y firmado por el Cardenal James Francis Stafford y el obispo Gianfranco Girotti, O.F.M. Conv., respectivamente Penitenciario Mayor y Regente de la Penitenciaría Apostólica.

El período comenzará con la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, “jornada de santificación sacerdotal” -dice el texto-, cuando el Pontífice celebrará las Vísperas ante las reliquias del santo traídas a Roma por el obispo de Belley-Ars, y concluirá en la Plaza de San Pedro, en presencia de sacerdotes de todo el mundo, que “renovarán la fidelidad a Cristo y el vínculo de fraternidad”.

Las modalidades para la obtención de las indulgencias son:

A) A los sacerdotes, arrepentidos de corazón, que recen cualquier día las laúdes o vísperas ante el Santísimo Sacramento expuesto a la adoración pública o en el sagrario y se ofrezcan a la celebración de los sacramentos, sobre todo de la Confesión, se concederá Indulgencia plenaria aplicable a los hermanos en el sacerdocio difuntos como sufragio, si en conformidad con las disposiciones vigentes se confesarán sacramentalmente, comulgarán y rezarán por las intenciones del pontífice. También se concede Indulgencia parcial, siempre aplicable a los hermanos en el sacerdocio difuntos, cada vez que recen oraciones debidamente aprobadas para llevar una vida santa y cumplir los oficios que se les han confiado.

B) A los fieles cristianos, arrepentidos de corazón que, en la iglesia o en el oratorio asistan a la Santa Misa y ofrezcan por los sacerdotes de la Iglesia oraciones a Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote y cualquier obra buena cumplida se les concede Indulgencia plenaria, siempre que se hayan confesado sacramentalmente y recen por las intenciones del Papa los días en que se abre y se clausura el Año sacerdotal, en el día del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney, los primeros jueves del mes o cualquier otro día establecido por los Ordinarios de los lugares para la utilidad de los fieles”.

Los ancianos, los enfermos y todos aquellos que por motivos legítimos no puedan salir de casa, podrán obtener la Indulgencia plenaria, si con ánimo alejado del pecado y el propósito de cumplir las tres condiciones necesarias apenas les sea posible, “en los días indicados rezan por la santificación de los sacerdotes y ofrecen a Dios por medio de María , Reina de los Apóstoles, sus enfermedades y sufrimientos”.

Asimismo se concede la Indulgencia parcial a todos los fieles cada vez que recen cinco Padrenuestros, Ave Marías y Glorias, y otra oración debidamente aprobada “en honor del Sagrado Corazón de Jesús para que los sacerdotes se conserven en pureza y santidad de vida”.

Año Sacerdotal. Mons. Rodrigo Aguilar Martínez Obispo de Tehuacán


El día de mañana viernes 19 de junio, celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, que da sentido a las celebraciones religiosas del mes de junio y, por indicaciones del Papa Benedicto XVI, marca el inicio del Año Sacerdotal.


El Papa ha convocado a este Año Sacerdotal porque el próximo 4 de agosto celebraremos 150 años de la muerte de san Juan María Vianney, cura de Ars y patrono de los sacerdotes.

El Año Sacerdotal es una ocasión propicia para varios aspectos, algunos de los cuales menciono en seguida:


· Agradecer a Dios Padre el Regalo que nos ha hecho de Su Hijo, Sumo y Eterno Sacerdote. Seguir encontrando en Jesucristo la fuente y la plenitud, porque Él es “Camino, Verdad y Vida”. Esto lo vivimos en cada advocación con que nos dirigimos a Él, por ejemplo ahora en la fiesta del Sagrado Corazón, lleno de bondad y misericordia hacia todos.
· Agradecer a Cristo Jesús la vocación del sacerdocio ministerial, por la que llama a personas concretas a prolongar su misión de actuar “en su persona” como Cabeza, Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia.
· Conocer más la vida de san Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, encontrando en él, así como en muchos otros santos sacerdotes, el testimonio admirable de respuesta a Cristo Jesús.
· Agradecer a Dios por el testimonio y servicio de muchos sacerdotes –vivos o difuntos- que nos han ayudado a lo largo de nuestra vida.
· Los que hemos sido llamados al sacerdocio ministerial, agradecer a Dios este don inmerecido y renovarnos en nuestra respuesta a Él y en nuestro servicio a la comunidad. En este sentido, atender e incrementar el espíritu de formación permanente en todos sentidos.
· Reconocer con humildad y pidiendo a Dios perdón por los malos ejemplos que han y hemos dado los sacerdotes.
· Reconocer con alegría y gratitud los buenos ejemplos que muchos más sacerdotes han dado para edificación de todos.
· Orar por el aumento de las vocaciones al sacerdocio ministerial. Cristo Jesús sigue llamando, que las personas llamadas respondan con alegría y perseverancia.
· Que las familias proclamen y vivan valores humanos y cristianos, centradas en Jesucristo, promoviendo en todos sus miembros la forma concreta de seguir a Cristo Jesús, sea en el sacramento del matrimonio, en el orden sacerdotal o en la vida consagrada. Ir fomentando desde la infancia el discernimiento de la vocación a la que los pueda llamar Cristo Jesús.


De este modo, invito a usted a unirnos en la celebración gozosa de este Año Sacerdotal, para nuestro bien, de toda la Iglesia, de todo el mundo.


+ Rodrigo Aguilar Martínez
Obispo de Tehuacán


Año Sacerdotal 2009-2010 . Mons. Alberto Suárez Inda Arzobispo de Morelia


El viernes pasado, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, toda la Iglesia animada y encabezada por el Papa Benedicto XVI ha iniciado el Año Sacerdotal que, con motivo del 150 Aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars, hemos de recorrer con gratitud y renovado compromiso.

Ante todo es justo agradecer al Señor porque el sacerdocio ministerial es un don suyo para todo el pueblo cristiano, más aún, para la humanidad entera. A través de la vida y el apostolado de cada sacerdote, Cristo se hace presente, sigue actuando, manifiesta hoy su misericordia. Sobre todo hemos de reconocer con alegría que a través de los siglos, y también en nuestros tiempos, ha habido y hay muchos sacerdotes ejemplares, entregados y fieles que dan su vida por Dios y por sus hermanos.

Es verdad, y con profundo dolor lo aceptamos, que se dan casos escandalosos de hermanos sacerdotes que, por su mala conducta y faltas graves, hieren a Cristo en su Cuerpo que es la Iglesia desprestigiándola y provocando que muchos se aparten de la fe. Si Jesús dijo a los Apóstoles: “quien a ustedes oye, a mí me oye”, es terrible pensar que por culpa nuestra haya personas que cierran sus oídos a la voz del Señor porque nuestro testimonio no es creíble ya que no va acompañado de una vida recta que atraiga y convenza.


Urge que todos colaboremos decididamente, con la fuerza de la oración y con acciones concretas, para que resplandezca con toda su belleza este signo visible de Cristo Buen Pastor en la vida y ministerio de quienes lo representan. En medio de profundos cambios culturales ha de conservarse con toda nitidez la identidad del que “es tomado de entre los hombres y puesto para intervenir a favor de los hombres en todo aquello que se refiere al servicio de Dios” (Heb 5, 1).


Es necesario que el sacerdote se encarne a semejanza de Jesús en su ambiente, que sea un hombre de su época, pero sin perder lo esencial de su vocación y misión. Ante todo se espera de él que sea profundamente creyente, que tenga una experiencia íntima de Dios, que anuncie con entusiasmo y convicción el Evangelio.


Como en el caso del mismo Jesucristo, es inevitable que la coherencia de acciones y palabras justas y verdaderas se convierta en una fuerte interpelación que contradice a la corriente de un mundo de pecado en el que los hombres quieren vivir al margen de Dios y de su santa ley. Siendo fiel a la verdad y a la justicia, el sacerdote sufrirá ciertamente el embate de las tinieblas que quisieran apagar la luz.


En particular la madurez afectiva y el amor indiviso en la consagración del celibato hacen del corazón del sacerdote un ejemplo de serenidad y alegría que ayuda a otros a entender este misterio sorprendente de una vida plena en la ofrenda de sí mismo.


+ Alberto Suárez Inda

Arzobispo de Morelia


Carta del Papa Benedicto XVI para la convocación de un Año Sacerdotal con ocasión del 150 aniversario del Dies Natalis del Santo Cura de Ars


Queridos hermanos en el Sacerdocio:

He resuelto convocar oficialmente un “Año Sacerdotal” con ocasión del 150 aniversario del “dies natalis” de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo,

que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús –jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero–.[1] Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.


“El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars.[2] Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de “amigos de Cristo”, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?

Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.

Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?

Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: “Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”.[3] Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: “¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…”.[4] Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”.[5] Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros”.[6]

Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá”. Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: “Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida”. Con esta oración comenzó su misión.[7] El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.

Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su “Yo filial”, que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, “viviendo” incluso materialmente en su Iglesia parroquial: “En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa… Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Angelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar”, se lee en su primera biografía.[8]

La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también supo “hacerse presente” en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la “Providence” (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.

Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal[9] y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos “para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua’ (Rm 12, 10)”.[10] En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de “reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia… Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos”.[11]

El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía.[12] “No hay necesidad de hablar mucho para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars. “Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración”.[13] Y les persuadía: “Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él…”.[14] “Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis”.[15] Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que “no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con amor”.[16] Les decía: “Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios”.[17] Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: “La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”.[18] Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”.[19]

Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba –con una sola moción interior– del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un “círculo virtuoso”. Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en “el gran hospital de las almas”.[20] Su primer biógrafo afirma: “La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua”.[21] En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: “No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él”.[22] “Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes”.[23]

Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”.[24] Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del “diálogo de salvación” que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente de la divina misericordia” que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: “El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”.[25] A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo “abominable” de su actitud: “Lloro porque vosotros no lloráis”,[26] decía. “Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno”.[27] Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como “encarnado” en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: “Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios… ¡Qué maravilla!”.[28] Y les enseñaba a orar: “Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz”.[29]

El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: “La mayor desgracia para nosotros los párrocos –deploraba el Santo– es que el alma se endurezca”; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas.[30] Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”.[31] Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el “alto precio” de la redención.

En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio”.[32] Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: “¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?”.[33] Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo.[34]

La identificación sin reservas con este “nuevo estilo de vida” caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: “Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana”.[35] El Cura de Ars supo vivir los “consejos evangélicos” de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la “Providence”,[36] sus familias más necesitadas. Por eso “era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo”.[37] Y explicaba: “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada”.[38] Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros”.[39] Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: “No tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera”.[40] También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que “la castidad brillaba en su mirada”, y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado.[41] También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse “a llorar su pobre vida, en soledad”.[42] Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: “No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido”.[43] Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: “Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios”.[44]

En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. “El Espíritu es multiforme en sus dones… Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas… Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo”.[45] A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: “Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño”.[46] Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas “puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo”.[47] Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo.[48] Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva.[49] Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.

El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente “entregado” a su ministerio. “Nos apremia el amor de Cristo –escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron” (2 Co 5, 14). Y añadía: “Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?

Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: “Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854”.[50] El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre”.[51]

Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.

Con mi bendición.

Vaticano, 16 de junio de 2009.


BENEDICTUS PP. XVI




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[1] Así lo proclamó el Sumo Pontífice Pío XI en 1929.

[2] “Le Sacerdoce, c’est l’amour du coeur de Jésus” (in Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur. Présentés par l’Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98). En adelante: NODET. La expresión aparece citada también en el Catecismo de la Iglesia católica, n. 1589.

[3] Nodet, p. 101.

[4] Ibíd., p. 97.

[5] Ibíd., pp. 98-99.

[6] Ibíd., pp. 98-100.

[7] Ibíd., p. 183.

[8] A. Monnin, Il Curato d’Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Ed. Marietti, Torino 1870, p. 122.

[9] Cf. Lumen gentium, 10.

[10] Presbyterorum ordinis, 9.

[11] Ibid.

[12] “La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. ‘Yo le miro y él me mira’, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario”: Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715.

[13] Nodet, p. 85.

[14] Ibíd., p. 114.

[15] Ibíd., p. 119.

[16] A. Monnin, o.c., II, pp. 430 ss.

[17] Nodet, p. 105.

[18] Ibíd., p. 105.

[19] Ibíd., p. 104.

[20] A. Monnin, o.c., II, p. 293.

[21] Ibíd., II, p. 10.

[22] Nodet, p. 128.

[23] Ibíd., p. 50.

[24] Ibíd., p. 131.

[25] Ibíd., p. 130.

[26] Ibíd., p. 27.

[27] Ibíd., p. 139.

[28] Ibíd., p. 28.

[29] Ibíd., p. 77.

[30] Ibíd., p. 102.

[31] Ibíd., p. 189.

[32] Evangelii nuntiandi, 41.

[33] Benedicto XVI, Homilía en la solemne Misa Crismal, 9 de abril de 2009.

[34] Cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la Asamblea plenaria de la Congregación para el Clero. 16 de marzo de 2009.

[35] P. I.

[36] Nombre que dio a la casa para la acogida y educación de 60 niñas abandonadas. Fue capaz de todo con tal de mantenerla: “J’ai fait tous les commerces imaginables”, decía sonriendo (Nodet, p. 214).

[37] Nodet, p. 216.

[38] Ibíd., p. 215.

[39] Ibíd., p. 216.

[40] Ibíd., p. 214.

[41] Cf. Ibíd., p. 212.

[42] Cf. Ibíd., pp. 82-84; 102-103.

[43] Ibíd., p. 75.

[44] Ibíd., p. 76.

[45] Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las primeras vísperas en la vigilia de Pentecostés, 3 de junio de 2006.

[46] N. 9.

[47] Benedicto XVI, Discurso a un grupo de Obispos amigos del Movimiento de los Focolares y a otro de amigos de la Comunidad de San Egidio, 8 de febrero de 2007.

[48] Cf. n. 17.

[49] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Pastores dabo vobis, 74.

[50] Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, P. III.

[51] Nodet, p. 244.



Fuente: Santa Sede