viernes, 19 de junio de 2009

Año Sacerdotal 2009-2010 . Mons. Alberto Suárez Inda Arzobispo de Morelia


El viernes pasado, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, toda la Iglesia animada y encabezada por el Papa Benedicto XVI ha iniciado el Año Sacerdotal que, con motivo del 150 Aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars, hemos de recorrer con gratitud y renovado compromiso.

Ante todo es justo agradecer al Señor porque el sacerdocio ministerial es un don suyo para todo el pueblo cristiano, más aún, para la humanidad entera. A través de la vida y el apostolado de cada sacerdote, Cristo se hace presente, sigue actuando, manifiesta hoy su misericordia. Sobre todo hemos de reconocer con alegría que a través de los siglos, y también en nuestros tiempos, ha habido y hay muchos sacerdotes ejemplares, entregados y fieles que dan su vida por Dios y por sus hermanos.

Es verdad, y con profundo dolor lo aceptamos, que se dan casos escandalosos de hermanos sacerdotes que, por su mala conducta y faltas graves, hieren a Cristo en su Cuerpo que es la Iglesia desprestigiándola y provocando que muchos se aparten de la fe. Si Jesús dijo a los Apóstoles: “quien a ustedes oye, a mí me oye”, es terrible pensar que por culpa nuestra haya personas que cierran sus oídos a la voz del Señor porque nuestro testimonio no es creíble ya que no va acompañado de una vida recta que atraiga y convenza.


Urge que todos colaboremos decididamente, con la fuerza de la oración y con acciones concretas, para que resplandezca con toda su belleza este signo visible de Cristo Buen Pastor en la vida y ministerio de quienes lo representan. En medio de profundos cambios culturales ha de conservarse con toda nitidez la identidad del que “es tomado de entre los hombres y puesto para intervenir a favor de los hombres en todo aquello que se refiere al servicio de Dios” (Heb 5, 1).


Es necesario que el sacerdote se encarne a semejanza de Jesús en su ambiente, que sea un hombre de su época, pero sin perder lo esencial de su vocación y misión. Ante todo se espera de él que sea profundamente creyente, que tenga una experiencia íntima de Dios, que anuncie con entusiasmo y convicción el Evangelio.


Como en el caso del mismo Jesucristo, es inevitable que la coherencia de acciones y palabras justas y verdaderas se convierta en una fuerte interpelación que contradice a la corriente de un mundo de pecado en el que los hombres quieren vivir al margen de Dios y de su santa ley. Siendo fiel a la verdad y a la justicia, el sacerdote sufrirá ciertamente el embate de las tinieblas que quisieran apagar la luz.


En particular la madurez afectiva y el amor indiviso en la consagración del celibato hacen del corazón del sacerdote un ejemplo de serenidad y alegría que ayuda a otros a entender este misterio sorprendente de una vida plena en la ofrenda de sí mismo.


+ Alberto Suárez Inda

Arzobispo de Morelia


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