sábado, 10 de enero de 2009

Homilía pronunciada por el Cardenal Norberto Rivera Carrera, en la Peregrinación anual de la Arquidiócesis de México a la Basílica de Guadalupe.


Sábado 10 de Enero de 2009

(Ef 4,8-16; Sal 139,1-6; Mc 1,16-20)

Esta mañana en la que hemos caminado juntos hasta la casa de nuestra madre, Santa María de Guadalupe, hemos vivido un signo de lo que está llamada a ser nuestra experiencia de discípulos: seguir a Jesús en medio de la ciudad.

María, la primera discípula de Jesús, continúa siguiendo sus huellas y, al mismo tiempo, va acompañando nuestros pasos. En ella tenemos un ejemplo vivo de cómo acompañar y dar testimonio de amor.

Para aprender de María, nuevamente estamos en su casita, renovando nuestro seguimiento de Jesús, y también nuestra comunión. En estas dos facetas de nuestra vocación, seguimiento y comunión, se ha ido centrando la meta pastoral actual de nuestra Iglesia local.

En la palabra de Dios que se acaba de proclamar, de forma sencilla, San Marcos nos narra cómo llamó Jesús a sus primeros discípulos. Fueron Simón y Andrés y los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan. Los cuatro eran pescadores y Jesús los llama mientras estaban trabajando: “Vengan conmigo y los haré pescadores de hombres” (Mc 1,17). Llama la atención la capacidad de Jesús para convocar y encontrar respuesta. La invitación es directa y la respuesta de los pescadores inmediata. La vocación de los discípulos significa ir con Jesús, estar con él y realizar la tarea de reunir a los dispersos (Cfr. Jn 11,52). Los que tenían el oficio de pescadores, al estar con Jesús, se convierten en pescadores de hombres.

El que sigue a Jesús es un discípulo, que se identifica por la disposición y el entusiasmo para dejar todo inmediatamente y emprender el camino. Así, con esa determinación, el discípulo se convierte, por la fuerza de la convicción que vive, en alguien capaz de convocar a otros a seguir a Jesús.

Cuando Jesús nos llama, no es para conducirnos a una ruta apartada y exclusiva. Todo lo contrario, el seguimiento de Jesús nos pone en el camino de todos y nos va enseñando una forma de peregrinar para ir al paso de los que encontramos en el camino, escucharlos, dialogar con ellos y compartirles lo que es nuestra motivación para seguir adelante con esperanza. Jesús es maestro para realizar un encuentro que cambia el corazón (Lc 24, 32), invitando a entender el seguimiento como oportunidad de servicio y entrega.

El evangelizador, el misionero, se forja en el camino. El que ha sido llamado a seguir a Jesús, va descubriendo que puede comunicar su alegría solo manteniéndose como discípulo.

El seguimiento de Cristo es, entonces, una experiencia dinámica: a cada paso soy llamado y, también, soy enviado.
La reflexión de Aparecida nos está aportando muchas riquezas, entre ellas, reconocer la necesidad de que la Iglesia se haga discípula. Esto significa que su forma de ser corresponda a quien va de camino, a quien tiene su meta aún por alcanzar y que reconoce como compañeros de peregrinaje a los que encuentra en la misma senda. Para la Iglesia hacerse discípula es cultivar una actitud de apertura, de diálogo y de sencillez para que su cercanía con todos le permita ser instrumento del Evangelio hoy.

Vivir el seguimiento de Jesús en el ambiente urbano de una gran ciudad, como lo es la Ciudad de México, implica exigencias y retos que no debemos eludir. Todas las personas con las que nos encontramos en la ciudad son interlocutores para nosotros, es decir sujetos del anuncio de la Buena Noticia. Pero, esto supone que antes consideremos a todos sujetos de diálogo. Nosotros, discípulos de Cristo, debemos aprender a caminar con todos, compartiendo la ruta como forma y medio para testimoniar nuestra fe.
San Pablo, escribiendo a la comunidad de Éfeso, nos dice cómo el Señor reparte sus dones para capacitar a los creyentes en el servicio y la edificación de la Iglesia. Los dones y carismas son múltiples, y esa pluralidad requiere cohesión, para que el cuerpo pueda funcionar unido con la ayuda de cada miembro. Aquí vemos el dinamismo de la comunión: entre más se profundiza el seguimiento de Jesús, más se debe vivir la experiencia de comunión. Su Espíritu es el que nos hace movernos con la misma motivación fraterna y de servicio. Lo que le da vida a la Iglesia discípula, es descubrir que el Espíritu trabaja sin descanso en todos los corazones. Es el Espíritu Santo la fuerza interior del discípulo de Cristo. Ésta presencia, que es el amor de Dios que se encarna en nuestros corazones, transforma desde dentro, proponiendo a cada uno los mismos sentimientos de Cristo Jesús. No es mera emotividad, sino una decisión que se toma por lo que se está experimentando personalmente en el camino cotidiano. Para quien tiene ésta convicción, ningún ser humano le es ajeno, ni puede llegar a ser su enemigo. Todos son sus hermanos. Se transforma su corazón y es capaz de distinguir a su semejante herido como prójimo, y se detendrá para auxiliarlo (Cfr. Lc 10,33-34).

Seguimiento y comunión son nuestra vocación y nuestra tarea, es por eso, que estamos empeñados como Iglesia diocesana a que todos los bautizados descubran su vocación de discípulos misioneros.


Vocación para vivirla peregrinando, esto quiere decir, para nosotros hoy, vivir como cristianos en medio de una ciudad cada vez más plural y diversa, donde la inseguridad, la violencia, la incertidumbre y la indiferencia impiden que nos reconozcamos como seres humanos capaces de fraternidad. Las circunstancias de nuestra ciudad necesitan que hagamos presente la mirada y el corazón del samaritano. Un ser humano que sabe compadecerse porque ha recibido compasión, que sabe compartir porque reconoce que todo lo ha recibido. El discípulo descubre a Jesús en el desamparado del camino. Es cuando se le abren los ojos y se da cuenta de que el Señor ha caminado siempre con él. Para que cada bautizado de nuestra Iglesia diocesana tenga la posibilidad de madurar su fe, en los últimos dos años hemos venido reflexionando sobre el itinerario de formación. Esto no es un objetivo académico, sino el mismo Espíritu de Dios nos está diciendo en la situación de la ciudad, que debemos llenar de amor nuestros corazones para hacer presente en la ciudad, al Dios que nos hace capaces de compasión humana.

El desafío que representa la ciudad, tiene en los jóvenes y en las familias sus puntos más sensibles. Para aprender a caminar con los jóvenes, tendríamos que partir de ellos, de sus intereses, de sus relaciones, de sus deseos e inquietudes.

También, la familia requiere de nuestra parte mayor atención y compromiso. Ambos, familia y nuevas generaciones, son un interés pastoral que nos está pidiendo una renovación profunda.

En las orientaciones pastorales, que hoy entrego a la Iglesia arquidiocesana, animo a todos a vivir el año 2009 con especial intensidad pastoral, para continuar la renovación de nuestra práctica de formación y seguimiento de los agentes de evangelización. Pensemos que estamos cimentando una presencia evangelizadora capilar en la ciudad.

Relacionado directamente con nuestra vivencia pastoral, la próxima semana seremos anfitriones del VI Encuentro Mundial para las Familias. Este acontecimiento es una gracia del Señor para nosotros. Será una experiencia eclesial que nos permitirá corroborar la acción del Espíritu en el corazón de toda la humanidad.

Desde hoy, doy la bienvenida a todas las familias que nos visitan y a todos los agentes de pastoral que trabajan a favor de la familia. Su presencia entre nosotros la consideramos una bendición del Señor.

Exhorto a todos a estar atentos a los frutos del Encuentro que viviremos, para impulsar nuestra labor diocesana y nuestra comunión con la Iglesia universal.

Con el Papa Benedicto y mis hermanos Obispos reunidos en Aparecida, les digo: que nadie se quede con los brazos cruzados, el evangelio nos apremia a seguir a Jesús en medio de la ciudad.

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