Señor Presidente,
Señores Cardenales y queridos Hermanos en el Episcopado,
Excelentísimas Autoridades,
Señoras y Señores,
Amigos todos,Doy gracias a Dios, que me ha permitido visitar esta hermosa Isla, que tan profunda huella dejó en el corazón de mi amado Predecesor, el Beato Juan Pablo II, cuando estuvo en estas tierras como mensajero de la verdad y la esperanza. También yo he deseado ardientemente venir entre ustedes como peregrino de la caridad, para agradecer a la Virgen María la presencia de su venerada imagen en el Santuario del Cobre, desde donde acompaña el camino de la Iglesia en esta Nación e infunde ánimo a todos los cubanos para que, de la mano de Cristo, descubran el genuino sentido de los afanes y anhelos que anidan en el corazón humano y alcancen la fuerza necesaria para construir una sociedad solidaria, en la que nadie se sienta excluido. «Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde según el juicio humano todo parece sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a la muerte – Él vive – y la fe en Él penetra como una pequeña luz todo lo que es oscuridad y amenaza» (Vigilia de oración con los jóvenes. Feria de Friburgo de Brisgovia, 24 septiembre 2011).
Agradezco al Señor Presidente y a las demás Autoridades del País el interés y la generosa colaboración dispensada para el buen desarrollo de este viaje. Vaya también mi viva gratitud a los miembros de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba, que no han escatimado esfuerzos ni sacrificios para este mismo fin, y a cuantos han contribuido a él de diversas maneras, en particular con la plegaria.
Me llevo en lo más profundo de mi ser a todos y cada uno de los cubanos, que me han rodeado con su oración y afecto, brindándome una cordial hospitalidad y haciéndome partícipe de sus más hondas y justas aspiraciones.
Vine aquí como testigo de Jesucristo, convencido de que, donde él llega, el desaliento deja paso a la esperanza, la bondad despeja incertidumbres y una fuerza vigorosa abre el horizonte a inusitadas y beneficiosas perspectivas. En su nombre, y como Sucesor del apóstol Pedro, he querido recordar su mensaje de salvación, que fortalezca el entusiasmo y solicitud de los Obispos cubanos, así como de sus presbíteros, de los religiosos y de quienes se preparan con ilusión al ministerio sacerdotal y la vida consagrada. Que sirva también de nuevo impulso a cuantos cooperan con constancia y abnegación en la tarea de la evangelización, especialmente a los fieles laicos, para que, intensificando su entrega a Dios en medio de sus hogares y trabajos, no se cansen de ofrecer responsablemente su aportación al bien y al progreso integral de la patria.
El camino que Cristo propone a la humanidad, y a cada persona y pueblo en particular, en nada la coarta, antes bien es el factor primero y principal para su auténtico desarrollo. Que la luz del Señor, que ha brillado con fulgor en estos días, no se apague en quienes la han acogido y ayude a todos a estrechar la concordia y a hacer fructificar lo mejor del alma cubana, sus valores más nobles, sobre los que es posible cimentar una sociedad de amplios horizontes, renovada y reconciliada. Que nadie se vea impedido de sumarse a esta apasionante tarea por la limitación de sus libertades fundamentales, ni eximido de ella por desidia o carencia de recursos materiales. Situación que se ve agravada cuando medidas económicas restrictivas impuestas desde fuera del País pesan negativamente sobre la población.
Concluyo aquí mi peregrinación, pero continuaré rezando fervientemente para que ustedes sigan adelante y Cuba sea la casa de todos y para todos los cubanos, donde convivan la justicia y la libertad, en un clima de serena fraternidad. El respeto y cultivo de la libertad que late en el corazón de todo hombre es imprescindible para responder adecuadamente a las exigencias fundamentales de su dignidad, y construir así una sociedad en la que cada uno se sienta protagonista indispensable del futuro de su vida, su familia y su patria.
La hora presente reclama de forma apremiante que en la convivencia humana, nacional e internacional, se destierren posiciones inamovibles y los puntos de vista unilaterales que tienden a hacer más arduo el entendimiento e ineficaz el esfuerzo de colaboración. Las eventuales discrepancias y dificultades se han de solucionar buscando incansablemente lo que une a todos, con diálogo paciente y sincero, comprensión recíproca y una leal voluntad de escucha que acepte metas portadoras de nuevas esperanzas.
Cuba, reaviva en ti la fe de tus mayores, saca de ella la fuerza para edificar un porvenir mejor, confía en las promesas del Señor, abre tu corazón a su evangelio para renovar auténticamente la vida personal y social.
A la vez que les digo mi emocionado adiós, pido a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre que proteja con su manto a todos los cubanos, los sostenga en medio de las pruebas y les obtenga del Omnipotente la gracia que más anhelan.
¡Hasta siempre, Cuba, tierra embellecida por la presencia materna de María! Que Dios bendiga tus destinos. Muchas gracias.
Te comparto este blog que fue realizado cuando conducía el programa "Fenómenos del Espíritu"
miércoles, 28 de marzo de 2012
Discurso de despedida de S.S. Benedicto XVI en Cuba
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Homilía del Santo Padre en la Santa Misa de la Plaza de la Revolución de La Habana
Queridos hermanos y hermanas:
«Bendito eres, Señor Dios…, bendito tu nombre santo y glorioso» (Dn 3,52). Este himno de bendición del libro de Daniel resuena hoy en nuestra liturgia invitándonos reiteradamente a bendecir y alabar a Dios. Somos parte de la multitud de ese coro que celebra al Señor sin cesar. Nos unimos a este concierto de acción de gracias, y ofrecemos nuestra voz alegre y confiada, que busca cimentar en el amor y la verdad el camino de la fe.
«Bendito sea Dios» que nos reúne en esta emblemática plaza, para que ahondemos más profundamente en su vida. Siento una gran alegría de encontrarme hoy entre ustedes y presidir esta Santa Misa en el corazón de este Año jubilar dedicado a la Virgen de la Caridad del Cobre.
Saludo cordialmente al Cardenal Jaime Ortega y Alamino, Arzobispo de La Habana, y le agradezco las corteses palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Extiendo mi saludo a los Señores Cardenales, a mis hermanos Obispos de Cuba y de otros países, que han querido participar en esta solemne celebración. Saludo también a los sacerdotes, seminaristas, religiosos y a todos los fieles aquí congregados, así como a las Autoridades que nos acompañan.
En la primera lectura proclamada, los tres jóvenes, perseguidos por el soberano babilonio, prefieren afrontar la muerte abrasados por el fuego antes que traicionar su conciencia y su fe.
Ellos encontraron la fuerza de «alabar, glorificar y bendecir a Dios» en la convicción de que el Señor del cosmos y la historia no los abandonaría a la muerte y a la nada. En efecto, Dios nunca abandona a sus hijos, nunca los olvida. Él está por encima de nosotros y es capaz de salvarnos con su poder. Al mismo tiempo, es cercano a su pueblo y, por su Hijo Jesucristo, ha deseado poner su morada entre nosotros.
«Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8,31). En este texto del Evangelio que se ha proclamado, Jesús se revela como el Hijo de Dios Padre, el Salvador, el único que puede mostrar la verdad y dar la genuina libertad.
Su enseñanza provoca resistencia e inquietud entre sus interlocutores, y Él los acusa de buscar su muerte, aludiendo al supremo sacrificio en la cruz, ya cercano. Aun así, los conmina a creer, a mantener la Palabra, para conocer la verdad que redime y dignifica.
En efecto, la verdad es un anhelo del ser humano, y buscarla siempre supone un ejercicio de auténtica libertad. Muchos, sin embargo, prefieren los atajos e intentan eludir esta tarea. Algunos, como Poncio Pilato, ironizan con la posibilidad de poder conocer la verdad (cf. Jn 18, 38), proclamando la incapacidad del hombre para alcanzarla o negando que exista una verdad para todos.
Esta actitud, como en el caso del escepticismo y el relativismo, produce un cambio en el corazón, haciéndolos fríos, vacilantes, distantes de los demás y encerrados en sí mismos. Personas que se lavan las manos como el gobernador romano y dejan correr el agua de la historia sin comprometerse.
Por otra parte, hay otros que interpretan mal esta búsqueda de la verdad, llevándolos a la irracionalidad y al fanatismo, encerrándose en «su verdad» e intentando imponerla a los demás. Son como aquellos legalistas obcecados que, al ver a Jesús golpeado y sangrante, gritan enfurecidos: «¡Crucifícalo!» (cf. Jn 19, 6). Sin embargo, quien actúa irracionalmente no puede llegar a ser discípulo de Jesús. Fe y razón son necesarias y complementarias en la búsqueda de la verdad.
Dios creó al hombre con una innata vocación a la verdad y para esto lo dotó de razón. No es ciertamente la irracionalidad, sino el afán de verdad, lo que promueve la fe cristiana. Todo ser humano ha de indagar la verdad y optar por ella cuando la encuentra, aun a riesgo de afrontar sacrificios.
Además, la verdad sobre el hombre es un presupuesto ineludible para alcanzar la libertad, pues en ella descubrimos los fundamentos de una ética con la que todos pueden confrontarse, y que contiene formulaciones claras y precisas sobre la vida y la muerte, los deberes y los derechos, el matrimonio, la familia y la sociedad, en definitiva, sobre la dignidad inviolable del ser humano.
Este patrimonio ético es lo que puede acercar a todas las culturas, pueblos y religiones, las autoridades y los ciudadanos, y a los ciudadanos entre sí, a los creyentes en Cristo con quienes no creen en él.
El cristianismo, al resaltar los valores que sustentan la ética, no impone, sino que propone la invitación de Cristo a conocer la verdad que hace libres. El creyente está llamado a ofrecerla a sus contemporáneos, como lo hizo el Señor, incluso ante el sombrío presagio del rechazo y de la cruz. El encuentro personal con quien es la verdad en persona nos impulsa a compartir este tesoro con los demás, especialmente con el testimonio.
Queridos amigos, no vacilen en seguir a Jesucristo. En él hallamos la verdad sobre Dios y sobre el hombre. Él nos ayuda a derrotar nuestros egoísmos, a salir de nuestras ambiciones y a vencer lo que nos oprime. El que obra el mal, el que comete pecado, es esclavo del pecado y nunca alcanzará la libertad (cf. Jn 8,34). Sólo renunciando al odio y a nuestro corazón duro y ciego seremos libres, y una vida nueva brotará en nosotros.
Convencido de que Cristo es la verdadera medida del hombre, y sabiendo que en él se encuentra la fuerza necesaria para afrontar toda prueba, deseo anunciarles abiertamente al Señor Jesús como Camino, Verdad y Vida. En él todos hallarán la plena libertad, la luz para entender con hondura la realidad y transformarla con el poder renovador del amor.
La Iglesia vive para hacer partícipes a los demás de lo único que ella tiene, y que no es sino Cristo, esperanza de la gloria (cf. Col 1,27). Para poder ejercer esta tarea, ha de contar con la esencial libertad religiosa, que consiste en poder proclamar y celebrar la fe también públicamente, llevando el mensaje de amor, reconciliación y paz que Jesús trajo al mundo.
Es de reconocer con alegría que en Cuba se han ido dando pasos para que la Iglesia lleve a cabo su misión insoslayable de expresar pública y abiertamente su fe. Sin embargo, es preciso seguir adelante, y deseo animar a las instancias gubernamentales de la Nación a reforzar lo ya alcanzado y a avanzar por este camino de genuino servicio al bien común de toda la sociedad cubana.
El derecho a la libertad religiosa, tanto en su dimensión individual como comunitaria, manifiesta la unidad de la persona humana, que es ciudadano y creyente a la vez. Legitima también que los creyentes ofrezcan una contribución a la edificación de la sociedad. Su refuerzo consolida la convivencia, alimenta la esperanza en un mundo mejor, crea condiciones propicias para la paz y el desarrollo armónico, al mismo tiempo que establece bases firmes para afianzar los derechos de las generaciones futuras.
Cuando la Iglesia pone de relieve este derecho, no está reclamando privilegio alguno. Pretende sólo ser fiel al mandato de su divino fundador, consciente de que donde Cristo se hace presente, el hombre crece en humanidad y encuentra su consistencia. Por eso, ella busca dar este testimonio en su predicación y enseñanza, tanto en la catequesis como en ámbitos escolares y universitarios.
Es de esperar que pronto llegue aquí también el momento de que la Iglesia pueda llevar a los campos del saber los beneficios de la misión que su Señor le encomendó y que nunca puede descuidar.
Ejemplo preclaro de esta labor fue el insigne sacerdote Félix Varela, educador y maestro, hijo ilustre de esta ciudad de La Habana, que ha pasado a la historia de Cuba como el primero que enseñó a pensar a su pueblo.
El Padre Varela nos presenta el camino para una verdadera transformación social: formar hombres virtuosos para forjar una nación digna y libre, ya que esta trasformación dependerá de la vida espiritual del hombre, pues «no hay patria sin virtud» (Cartas a Elpidio, carta sesta, Madrid 1836, 220). Cuba y el mundo necesitan cambios, pero éstos se darán sólo si cada uno está en condiciones de preguntarse por la verdad y se decide a tomar el camino del amor, sembrando reconciliación y fraternidad.
Invocando la materna protección de María Santísima, pidamos que cada vez que participemos en la Eucaristía nos hagamos también testigos de la caridad, que responde al mal con el bien (cf. Rm 12,21), ofreciéndonos como hostia viva a quien amorosamente se entregó por nosotros.
Caminemos a la luz de Cristo, que es el que puede destruir las tinieblas del error. Supliquémosle que, con el valor y la reciedumbre de los santos, lleguemos a dar una respuesta libre, generosa y coherente a Dios, sin miedos ni rencores.
Amén.
«Bendito eres, Señor Dios…, bendito tu nombre santo y glorioso» (Dn 3,52). Este himno de bendición del libro de Daniel resuena hoy en nuestra liturgia invitándonos reiteradamente a bendecir y alabar a Dios. Somos parte de la multitud de ese coro que celebra al Señor sin cesar. Nos unimos a este concierto de acción de gracias, y ofrecemos nuestra voz alegre y confiada, que busca cimentar en el amor y la verdad el camino de la fe.
«Bendito sea Dios» que nos reúne en esta emblemática plaza, para que ahondemos más profundamente en su vida. Siento una gran alegría de encontrarme hoy entre ustedes y presidir esta Santa Misa en el corazón de este Año jubilar dedicado a la Virgen de la Caridad del Cobre.
Saludo cordialmente al Cardenal Jaime Ortega y Alamino, Arzobispo de La Habana, y le agradezco las corteses palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Extiendo mi saludo a los Señores Cardenales, a mis hermanos Obispos de Cuba y de otros países, que han querido participar en esta solemne celebración. Saludo también a los sacerdotes, seminaristas, religiosos y a todos los fieles aquí congregados, así como a las Autoridades que nos acompañan.
En la primera lectura proclamada, los tres jóvenes, perseguidos por el soberano babilonio, prefieren afrontar la muerte abrasados por el fuego antes que traicionar su conciencia y su fe.
Ellos encontraron la fuerza de «alabar, glorificar y bendecir a Dios» en la convicción de que el Señor del cosmos y la historia no los abandonaría a la muerte y a la nada. En efecto, Dios nunca abandona a sus hijos, nunca los olvida. Él está por encima de nosotros y es capaz de salvarnos con su poder. Al mismo tiempo, es cercano a su pueblo y, por su Hijo Jesucristo, ha deseado poner su morada entre nosotros.
«Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8,31). En este texto del Evangelio que se ha proclamado, Jesús se revela como el Hijo de Dios Padre, el Salvador, el único que puede mostrar la verdad y dar la genuina libertad.
Su enseñanza provoca resistencia e inquietud entre sus interlocutores, y Él los acusa de buscar su muerte, aludiendo al supremo sacrificio en la cruz, ya cercano. Aun así, los conmina a creer, a mantener la Palabra, para conocer la verdad que redime y dignifica.
En efecto, la verdad es un anhelo del ser humano, y buscarla siempre supone un ejercicio de auténtica libertad. Muchos, sin embargo, prefieren los atajos e intentan eludir esta tarea. Algunos, como Poncio Pilato, ironizan con la posibilidad de poder conocer la verdad (cf. Jn 18, 38), proclamando la incapacidad del hombre para alcanzarla o negando que exista una verdad para todos.
Esta actitud, como en el caso del escepticismo y el relativismo, produce un cambio en el corazón, haciéndolos fríos, vacilantes, distantes de los demás y encerrados en sí mismos. Personas que se lavan las manos como el gobernador romano y dejan correr el agua de la historia sin comprometerse.
Por otra parte, hay otros que interpretan mal esta búsqueda de la verdad, llevándolos a la irracionalidad y al fanatismo, encerrándose en «su verdad» e intentando imponerla a los demás. Son como aquellos legalistas obcecados que, al ver a Jesús golpeado y sangrante, gritan enfurecidos: «¡Crucifícalo!» (cf. Jn 19, 6). Sin embargo, quien actúa irracionalmente no puede llegar a ser discípulo de Jesús. Fe y razón son necesarias y complementarias en la búsqueda de la verdad.
Dios creó al hombre con una innata vocación a la verdad y para esto lo dotó de razón. No es ciertamente la irracionalidad, sino el afán de verdad, lo que promueve la fe cristiana. Todo ser humano ha de indagar la verdad y optar por ella cuando la encuentra, aun a riesgo de afrontar sacrificios.
Además, la verdad sobre el hombre es un presupuesto ineludible para alcanzar la libertad, pues en ella descubrimos los fundamentos de una ética con la que todos pueden confrontarse, y que contiene formulaciones claras y precisas sobre la vida y la muerte, los deberes y los derechos, el matrimonio, la familia y la sociedad, en definitiva, sobre la dignidad inviolable del ser humano.
Este patrimonio ético es lo que puede acercar a todas las culturas, pueblos y religiones, las autoridades y los ciudadanos, y a los ciudadanos entre sí, a los creyentes en Cristo con quienes no creen en él.
El cristianismo, al resaltar los valores que sustentan la ética, no impone, sino que propone la invitación de Cristo a conocer la verdad que hace libres. El creyente está llamado a ofrecerla a sus contemporáneos, como lo hizo el Señor, incluso ante el sombrío presagio del rechazo y de la cruz. El encuentro personal con quien es la verdad en persona nos impulsa a compartir este tesoro con los demás, especialmente con el testimonio.
Queridos amigos, no vacilen en seguir a Jesucristo. En él hallamos la verdad sobre Dios y sobre el hombre. Él nos ayuda a derrotar nuestros egoísmos, a salir de nuestras ambiciones y a vencer lo que nos oprime. El que obra el mal, el que comete pecado, es esclavo del pecado y nunca alcanzará la libertad (cf. Jn 8,34). Sólo renunciando al odio y a nuestro corazón duro y ciego seremos libres, y una vida nueva brotará en nosotros.
Convencido de que Cristo es la verdadera medida del hombre, y sabiendo que en él se encuentra la fuerza necesaria para afrontar toda prueba, deseo anunciarles abiertamente al Señor Jesús como Camino, Verdad y Vida. En él todos hallarán la plena libertad, la luz para entender con hondura la realidad y transformarla con el poder renovador del amor.
La Iglesia vive para hacer partícipes a los demás de lo único que ella tiene, y que no es sino Cristo, esperanza de la gloria (cf. Col 1,27). Para poder ejercer esta tarea, ha de contar con la esencial libertad religiosa, que consiste en poder proclamar y celebrar la fe también públicamente, llevando el mensaje de amor, reconciliación y paz que Jesús trajo al mundo.
Es de reconocer con alegría que en Cuba se han ido dando pasos para que la Iglesia lleve a cabo su misión insoslayable de expresar pública y abiertamente su fe. Sin embargo, es preciso seguir adelante, y deseo animar a las instancias gubernamentales de la Nación a reforzar lo ya alcanzado y a avanzar por este camino de genuino servicio al bien común de toda la sociedad cubana.
El derecho a la libertad religiosa, tanto en su dimensión individual como comunitaria, manifiesta la unidad de la persona humana, que es ciudadano y creyente a la vez. Legitima también que los creyentes ofrezcan una contribución a la edificación de la sociedad. Su refuerzo consolida la convivencia, alimenta la esperanza en un mundo mejor, crea condiciones propicias para la paz y el desarrollo armónico, al mismo tiempo que establece bases firmes para afianzar los derechos de las generaciones futuras.
Cuando la Iglesia pone de relieve este derecho, no está reclamando privilegio alguno. Pretende sólo ser fiel al mandato de su divino fundador, consciente de que donde Cristo se hace presente, el hombre crece en humanidad y encuentra su consistencia. Por eso, ella busca dar este testimonio en su predicación y enseñanza, tanto en la catequesis como en ámbitos escolares y universitarios.
Es de esperar que pronto llegue aquí también el momento de que la Iglesia pueda llevar a los campos del saber los beneficios de la misión que su Señor le encomendó y que nunca puede descuidar.
Ejemplo preclaro de esta labor fue el insigne sacerdote Félix Varela, educador y maestro, hijo ilustre de esta ciudad de La Habana, que ha pasado a la historia de Cuba como el primero que enseñó a pensar a su pueblo.
El Padre Varela nos presenta el camino para una verdadera transformación social: formar hombres virtuosos para forjar una nación digna y libre, ya que esta trasformación dependerá de la vida espiritual del hombre, pues «no hay patria sin virtud» (Cartas a Elpidio, carta sesta, Madrid 1836, 220). Cuba y el mundo necesitan cambios, pero éstos se darán sólo si cada uno está en condiciones de preguntarse por la verdad y se decide a tomar el camino del amor, sembrando reconciliación y fraternidad.
Invocando la materna protección de María Santísima, pidamos que cada vez que participemos en la Eucaristía nos hagamos también testigos de la caridad, que responde al mal con el bien (cf. Rm 12,21), ofreciéndonos como hostia viva a quien amorosamente se entregó por nosotros.
Caminemos a la luz de Cristo, que es el que puede destruir las tinieblas del error. Supliquémosle que, con el valor y la reciedumbre de los santos, lleguemos a dar una respuesta libre, generosa y coherente a Dios, sin miedos ni rencores.
Amén.
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"Reflexión" de Fidel Castro titulada "Los tiempos difíciles de la humanidad". Tomada de CUBADEBATE
El mundo está cada vez más desinformado en el caos de acontecimientos que se suceden a ritmos jamás sospechados.
Los que hemos vivido un poco más de años y experimentamos cierta avidez por la información, podemos testificar el volumen de ignorancia con que nos enfrentábamos a los acontecimientos.Mientras en el planeta un número creciente de personas carecen de vivienda, pan, agua, salud, educación y empleo, las riquezas de la Tierra se malgastan y derrochan en armas e interminables guerras fraticidas, lo cual se ha convertido ―y se desarrolla cada vez más― en una creciente y abominable práctica mundial.
Nuestro glorioso y heroico pueblo, a pesar de un inhumano bloqueo que dura ya más de medio siglo, no ha plegado jamás sus banderas; ha luchado y luchará contra el siniestro imperio. Ese es nuestro pequeño mérito y nuestro modesto aporte.
Mensaje del Cardenal Jaime Ortega al pueblo de Cuba con motivo de la visita del Papa Benedicto XVI a la Isla
Ante todo agradezco a la Televisión Cubana esta oportunidad para comunicarme con mis amigos y hermanos de Cuba sobre esta ya cercana visita del Papa Benedicto XVI a Cuba.
Se ha hablado ya de su visita, hemos visto en la prensa los primeros informes acerca de su condición, del momento en que él vendrá, de las celebraciones que tendrá, pero se impone una pregunta al principio: ¿Por qué el Papa viene a Cuba?
Para esto tenemos que tener en cuenta, según mi parecer, la visita pastoral que el Papa Juan Pablo II hizo a nuestro país hace 14 años. En aquel tiempo, el Papa Benedicto XVI era simplemente el Cardenal Ratzinger que estaba al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. El no acompañó al Papa en la visita pero la visita a Cuba del Papa Juan Pablo II no fue realmente una visita más. En cualquier tipo de resumen, de compendio de la actividad papal, sea cinematográfico, sea gráfico, sea histórico simplemente escrito, hay una mención a la visita a Cuba entre aquellas que fueron como paradigmáticas.
Se ha hablado ya de su visita, hemos visto en la prensa los primeros informes acerca de su condición, del momento en que él vendrá, de las celebraciones que tendrá, pero se impone una pregunta al principio: ¿Por qué el Papa viene a Cuba?
Para esto tenemos que tener en cuenta, según mi parecer, la visita pastoral que el Papa Juan Pablo II hizo a nuestro país hace 14 años. En aquel tiempo, el Papa Benedicto XVI era simplemente el Cardenal Ratzinger que estaba al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. El no acompañó al Papa en la visita pero la visita a Cuba del Papa Juan Pablo II no fue realmente una visita más. En cualquier tipo de resumen, de compendio de la actividad papal, sea cinematográfico, sea gráfico, sea histórico simplemente escrito, hay una mención a la visita a Cuba entre aquellas que fueron como paradigmáticas.
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martes, 27 de marzo de 2012
Saludo de Mons. Dionisio García Ibañez Arzobispo de Santiago de Cuba al Santo Padre en la Misa de la Plaza Antonio Maceo
Santiago de Cuba, con sano
orgullo y gratitud, con su proverbial alegría y hospitalidad le da la
bienvenida como padre y pastor de la Iglesia Universal, que viene a anunciarnos
el evangelio de Jesucristo, dirigido a los hombres y mujeres de todos los tiempos.
En esta histórica Plaza dedicada
a un héroe, hijo ilustre de esta ciudad, el Lugarteniente General Antonio de la
Caridad Maceo y Grajales, están presentes miles de hermanos procedentes de
todas las provincias del país y de fuera de Cuba que han venido a encontrase
con Ud., a mostrarle nuestro afecto, a celebrar juntos la fe, a escuchar la
Palabra de Dios y su mensaje con la seguridad de que iluminará la razón y
llegará al corazón sembrando esperanza.
Esta
Arquidiócesis Primada, donde fue arzobispo San Antonio María Claret y
ejercieron su ministerio sacerdotal el beato Cardenal Ciriaco Sancha y el
Siervo de Dios P. Gerónimo Usera, en nombre de la Iglesia que está en Cuba y de
todos los cubanos de buena voluntad, le da las gracias porque ha querido venir
hasta el Santuario Nacional del Cobre como "Peregrino de la Caridad",
a venerar la bendita imagen de nuestra querida Patrona, la Virgen de la
Caridad, en la celebración jubilar por los cuatrocientos años de su hallazgo y
presencia maternal en la historia de nuestro pueblo y en la de cada cubano en
particular.
Santo
Padre, cuando ya la mayoría de los pueblos de la América Hispana habían
alcanzado su independencia, los cubanos estábamos iniciando el proceso de tomar
conciencia como nación.
Somos un
pueblo mestizo, de culturas y orígenes diversos que se mezcló racial, social y
culturalmente en esta isla hermosa, acogedora, bendecida por Dios y difícil de
olvidar, de tal manera que hoy, donde quiera que estemos, llevamos con orgullo
el nombre de "cubano", recelamos de toda injerencia foránea en
nuestros asuntos y nos sentimos comprometidos en lograr, con esperanza y
decisión, una república próspera, incluyente y participativa, "con todos y
para el bien de todos". (1)
El proceso
de alcanzar estos ideales nunca termina, también hoy estamos empeñados en
conseguir que el bienestar y la justicia lleguen a todos. Somos un solo pueblo
pero con diferentes criterios en cuanto al camino a seguir para buscar un
futuro mejor. A lo largo de nuestra corta historia, este hermoso empeño común
se ha visto oscurecido por los egoísmos, la incapacidad de diálogo y de respeto
al otro, la presencia de intereses ajenos a los nuestros, la exclusión y la
intolerancia, el acentuar las diferencias, hasta llegar a ser irreconciliables,
en vez de buscar las coincidencias que nos animan a caminar juntos. Hemos
llegado a la violencia entre cubanos que hace sufrir a todos y no beneficia a
nadie, hiere la dignidad y dificulta el verdadero desarrollo material y
espiritual de nuestro pueblo. Es necesario superar todas las barreras que
separan a los cubanos entre sí. Este es un deseo querido por todos y que escuchábamos
diariamente en forma de súplica cantada durante la misión con la Virgen en
preparación a este Año Jubilar: "Todos tus hijos, a ti clamamos,
Virgen Mambisa, que seamos hermanos".
Esta
pequeña imagen ante la que Ud. ha venido en peregrinación nos ha acompañado a
lo largo de 400 años. Acudimos hasta su Santuario católicos y no católicos,
creyentes y no creyentes porque en Ella descubrimos el amor de Dios para con
nosotros, o porque la descubrimos presente desde los orígenes de nuestra
nación, símbolo de la misma y de los mejores anhelos e ideales patrios.
Ud. ha escogido para celebrar
esta Eucaristía el hermoso día de la Anunciación, el día en que Jesucristo,
autor de la Vida, se hizo carne en el seno de la Virgen María. Nuestro pueblo
acude al Santuario del Cobre, ante la Virgen de la Caridad, buscando la vida,
la paz y la esperanza que sólo Dios es capaz de dar. Ella constituye un camino
seguro para encontrarnos con Jesús, su Hijo, nuestro único Salvador. Él es
"el Camino la Verdad y la Vida"
Ayúdenos, Santo Padre, a que
nuestro pueblo no tenga miedo de encontrarse con Jesús a través de María de la
Caridad a quien tanto ama. "A Jesús por María". Que no tenga miedo en
hacer realidad el deseo de todos de buscar la solución a nuestros problemas
nacionales procurando la participación de todos en un espíritu de misericordia,
de diálogo, de respeto mutuo y de reconciliación. Con la certeza mariana de
que "sólo el amor construye" (2).
Santidad, preparar su visita a
nuestra ciudad ha significado un gran esfuerzo. Hemos querido recibirlo
presentándole, a pesar de nuestra pobreza, una ciudad más linda y acogedora. En
este empeño hemos participado todos: técnicos, obreros y artistas, que han
trabajado incansablemente, las autoridades, la arquidiócesis, iglesias hermanas
y todo el pueblo que le está recibiendo con alegría. Esta actitud ha hecho
posible que estemos hoy en esta Plaza y en este hermoso y digno altar,
celebrando la Eucaristía. Es una muestra de que cuando las voluntades se unen
para hacer un bien se puede lograr la obra buena. Pido a Dios que esto sea como
una parábola que nos lleve a buscar el bien de todos, con la participación de
todos...éste es el único camino y eso, Santo Padre, es posible.
Quisiera terminar con las
palabras finales que Mons. Pedro Meurice Estiú, mi querido y digno predecesor,
le dirigió en esta misma plaza al actual beato Juan Pablo II: "Los cubanos
suplicamos humildemente a Su Santidad que ofrezca sobre el altar, junto al
Cordero inmaculado que se hace para nosotros pan de vida, todas las luchas y
azares del pueblo cubano".
Bienvenido Benedicto XVI.
"Bendito el que viene en nombre del Señor"
(1) José Martí. Discurso
"Los Pinos nuevos"
(2) José Martí.
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Mons. Dionisio García Ibañez,
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Visita Apostólica a México y Cuba
Palabras del Santo Padre en la Basílica Santuario de Ntra. Sra. de la Caridad del Cobre
He venido como peregrino hasta la casa de la bendita imagen de Nuestra Señora de la Caridad, «la Mambisa», como ustedes la invocan afectuosamente. Su presencia en este poblado de El Cobre es un regalo del cielo para los cubanos.
Deseo saludar cordialmente a los aquí presentes. Reciban el cariño del Papa y llévenlo por doquier, para que todos experimenten el consuelo y la fortaleza en la fe. Hagan saber a cuantos se encuentran cerca o lejos que he confiado a la Madre de Dios el futuro de su Patria, avanzando por caminos de renovación y esperanza, para el mayor bien de todos los cubanos. También he suplicado a la Virgen Santísima por las necesidades de los que sufren, de los que están privados de libertad, separados de sus seres queridos o pasan por graves momentos de dificultad.
He puesto asimismo en su inmaculado Corazón a los jóvenes, para que sean auténticos amigos de Cristo y no sucumban a propuestas que dejan la tristeza tras de sí. Ante María de la Caridad, también me he acordado de modo particular de los cubanos descendientes de aquellos que llegaron aquí desde África, así como de la cercana población de Haití, que aún sufre las consecuencias del conocido terremoto de hace dos años. Y no he olvidado a tantos campesinos y a sus familias, que desean vivir intensamente en sus hogares el evangelio, y ofrecen también sus casas como centros de misión para la celebración de la Eucaristía.
A ejemplo de la Santísima Virgen, animo a todos los hijos de esta querida tierra a seguir edificando la vida sobre la roca firme que es Jesucristo, a trabajar por la justicia, a ser servidores de la caridad y perseverantes en medio de las pruebas. Que nada ni nadie les quite la alegría interior, tan característica del alma cubana. Que Dios les bendiga. Muchas gracias.
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Palabras del Santo Padre en la Basílica Santuario de Ntra. Sra. de la Caridad del Cobre
Queridos hermanos y hermanas:
He venido como peregrino hasta la casa de la bendita imagen de Nuestra Señora de la Caridad, «la Mambisa», como ustedes la invocan afectuosamente. Su presencia en este poblado de El Cobre es un regalo del cielo para los cubanos.
Deseo saludar cordialmente a los aquí presentes. Reciban el cariño del Papa y llévenlo por doquier, para que todos experimenten el consuelo y la fortaleza en la fe. Hagan saber a cuantos se encuentran cerca o lejos que he confiado a la Madre de Dios el futuro de su Patria, avanzando por caminos de renovación y esperanza, para el mayor bien de todos los cubanos. También he suplicado a la Virgen Santísima por las necesidades de los que sufren, de los que están privados de libertad, separados de sus seres queridos o pasan por graves momentos de dificultad.
He puesto asimismo en su inmaculado Corazón a los jóvenes, para que sean auténticos amigos de Cristo y no sucumban a propuestas que dejan la tristeza tras de sí. Ante María de la Caridad, también me he acordado de modo particular de los cubanos descendientes de aquellos que llegaron aquí desde África, así como de la cercana población de Haití, que aún sufre las consecuencias del conocido terremoto de hace dos años. Y no he olvidado a tantos campesinos y a sus familias, que desean vivir intensamente en sus hogares el evangelio, y ofrecen también sus casas como centros de misión para la celebración de la Eucaristía.
A ejemplo de la Santísima Virgen, animo a todos los hijos de esta querida tierra a seguir edificando la vida sobre la roca firme que es Jesucristo, a trabajar por la justicia, a ser servidores de la caridad y perseverantes en medio de las pruebas. Que nada ni nadie les quite la alegría interior, tan característica del alma cubana. Que Dios les bendiga. Muchas gracias.
He venido como peregrino hasta la casa de la bendita imagen de Nuestra Señora de la Caridad, «la Mambisa», como ustedes la invocan afectuosamente. Su presencia en este poblado de El Cobre es un regalo del cielo para los cubanos.
Deseo saludar cordialmente a los aquí presentes. Reciban el cariño del Papa y llévenlo por doquier, para que todos experimenten el consuelo y la fortaleza en la fe. Hagan saber a cuantos se encuentran cerca o lejos que he confiado a la Madre de Dios el futuro de su Patria, avanzando por caminos de renovación y esperanza, para el mayor bien de todos los cubanos. También he suplicado a la Virgen Santísima por las necesidades de los que sufren, de los que están privados de libertad, separados de sus seres queridos o pasan por graves momentos de dificultad.
He puesto asimismo en su inmaculado Corazón a los jóvenes, para que sean auténticos amigos de Cristo y no sucumban a propuestas que dejan la tristeza tras de sí. Ante María de la Caridad, también me he acordado de modo particular de los cubanos descendientes de aquellos que llegaron aquí desde África, así como de la cercana población de Haití, que aún sufre las consecuencias del conocido terremoto de hace dos años. Y no he olvidado a tantos campesinos y a sus familias, que desean vivir intensamente en sus hogares el evangelio, y ofrecen también sus casas como centros de misión para la celebración de la Eucaristía.
A ejemplo de la Santísima Virgen, animo a todos los hijos de esta querida tierra a seguir edificando la vida sobre la roca firme que es Jesucristo, a trabajar por la justicia, a ser servidores de la caridad y perseverantes en medio de las pruebas. Que nada ni nadie les quite la alegría interior, tan característica del alma cubana. Que Dios les bendiga. Muchas gracias.
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lunes, 26 de marzo de 2012
Palabras improvisadas por el Santo Padre Benedicto XVI el domingo en la noche delante del Colegio Miraflores
Queridos amigos, muchísimas gracias por este entusiasmo. Estoy muy feliz de
estar con vosotros. He hecho muchos viajes, pero nunca he sido recibido con
tanto entusiasmo. Llevaré conmigo, en mi corazón, la impresión de estos días.
México estará siempre en mi corazón. Puedo decir que desde hace años rezo cada
día por México, pero en el futuro rezaré todavía muchos más. Ahora entiendo por
qué el Papa Juan Pablo II dijo: «Yo me siento un Papa mexicano».
Queridos amigos, aunque estoy contentísimo de este encuentro, perdonarme si
me retiro, porque mañana será un día exigente. Termino esta jornada con mi
bendición: Que os bendiga Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Buenas
noches.
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Homilía del Santo Padre Benedicto XVI en la Santa Misa en la Plaza Antonio Maceo en el 400 Aniversario del Hallazgo de la Imagen de Ntra. Sra. de la Caridad del Cobre
Queridos hermanos y hermanas:
Doy gracias a Dios que me ha permitido venir hasta ustedes y realizar este tan deseado viaje. Saludo a Monseñor Dionisio García Ibáñez, Arzobispo de Santiago de Cuba, agradeciéndole sus amables palabras de acogida en nombre de todos; saludo asimismo a los obispos cubanos y a los venidos de otros lugares, así como a los sacerdotes, religiosos, seminaristas y fieles laicos presentes en esta celebración. No puedo olvidar a los que por enfermedad, avanzada edad u otros motivos, no han podido estar aquí con nosotros. Saludo también a las autoridades que han querido gentilmente acompañarnos.
Esta santa Misa, que tengo la alegría de presidir por primera vez en mi visita pastoral a este país, se inserta en el contexto del Año Jubilar mariano, convocado para honrar y venerar a la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba, en el cuatrocientos aniversario del hallazgo y presencia de su venerada imagen en estas tierras benditas. No ignoro el sacrificio y dedicación con que se ha preparado este jubileo, especialmente en lo espiritual. Me ha llenado de emoción conocer el fervor con el que María ha sido saludada e invocada por tantos cubanos, en su peregrinación por todos los rincones y lugares de la Isla.
Estos acontecimientos importantes de la Iglesia en Cuba se ven iluminados con inusitado resplandor por la fiesta que hoy celebra la Iglesia universal: la anunciación del Señor a la Virgen María. En efecto, la encarnación del Hijo de Dios es el misterio central de la fe cristiana, y en él, María ocupa un puesto de primer orden. Pero, ¿cuál es el significado de este misterio? Y, ¿cuál es la importancia que tiene para nuestra vida concreta?
Veamos ante todo qué significa la encarnación. En el evangelio de san Lucas hemos escuchado las palabras del ángel a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios» (Lc 1,35). En María, el Hijo de Dios se hace hombre, cumpliéndose así la profecía de Isaías: «Mirad, la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa "Dios-con-nosotros"» (Is 7,14). Sí, Jesús, el Verbo hecho carne, es el Dios-con-nosotros, que ha venido a habitar entre nosotros y a compartir nuestra misma condición humana. El apóstol san Juan lo expresa de la siguiente manera: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). La expresión «se hizo carne» apunta a la realidad humana más concreta y tangible. En Cristo, Dios ha venido realmente al mundo, ha entrado en nuestra historia, ha puesto su morada entre nosotros, cumpliéndose así la íntima aspiración del ser humano de que el mundo sea realmente un hogar para el hombre. En cambio, cuando Dios es arrojado fuera, el mundo se convierte en un lugar inhóspito para el hombre, frustrando al mismo tiempo la verdadera vocación de la creación de ser espacio para la alianza, para el «sí» del amor entre Dios y la humanidad que le responde. Y así hizo María como primicia de los creyentes con su «sí» al Señor sin reservas.
Por eso, al contemplar el misterio de la encarnación no podemos dejar de dirigir a ella nuestros ojos, para llenarnos de asombro, de gratitud y amor al ver cómo nuestro Dios, al entrar en el mundo, ha querido contar con el consentimiento libre de una criatura suya. Sólo cuando la Virgen respondió al ángel, «aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), a partir de ese momento el Verbo eterno del Padre comenzó su existencia humana en el tiempo. Resulta conmovedor ver cómo Dios no sólo respeta la libertad humana, sino que parece necesitarla. Y vemos también cómo el comienzo de la existencia terrena del Hijo de Dios está marcado por un doble «sí» a la voluntad salvífica del Padre, el de Cristo y el de María. Esta obediencia a Dios es la que abre las puertas del mundo a la verdad, a la salvación. En efecto, Dios nos ha creado como fruto de su amor infinito, por eso vivir conforme a su voluntad es el camino para encontrar nuestra genuina identidad, la verdad de nuestro ser, mientras que apartarse de Dios nos aleja de nosotros mismos y nos precipita en el vacío. La obediencia en la fe es la verdadera libertad, la auténtica redención, que nos permite unirnos al amor de Jesús en su esfuerzo por conformarse a la voluntad del Padre. La redención es siempre este proceso de llevar la voluntad humana a la plena comunión con la voluntad divina (cf. Lectio divina con el clero de Roma, 18 febrero 2010).
Queridos hermanos, hoy alabamos a la Virgen Santísima por su fe y con santa Isabel le decimos también nosotros: «Bienaventurada la que ha creído» (Lc 1,45). Como dice san Agustín, María concibió antes a Cristo por la fe en su corazón que físicamente en su vientre; María creyó y se cumplió en ella lo que creía (cf. Sermón 215, 4: PL 38,1074). Pidamos nosotros al Señor que nos aumente la fe, que la haga activa y fecunda en el amor. Pidámosle que sepamos como ella acoger en nuestro corazón la palabra de Dios y llevarla a la práctica con docilidad y constancia.
La Virgen María, por su papel insustituible en el misterio de Cristo, representa la imagen y el modelo de la Iglesia. También la Iglesia, al igual que hizo la Madre de Cristo, está llamada a acoger en sí el misterio de Dios que viene a habitar en ella. Queridos hermanos, sé con cuánto esfuerzo, audacia y abnegación trabajan cada día para que, en las circunstancias concretas de su País, y en este tiempo de la historia, la Iglesia refleje cada vez más su verdadero rostro como lugar en el que Dios se acerca y encuentra con los hombres. La Iglesia, cuerpo vivo de Cristo, tiene la misión de prolongar en la tierra la presencia salvífica de Dios, de abrir el mundo a algo más grande que sí mismo, al amor y la luz de Dios. Vale la pena, queridos hermanos, dedicar toda la vida a Cristo, crecer cada día en su amistad y sentirse llamado a anunciar la belleza y bondad de su vida a todos los hombres, nuestros hermanos. Les aliento en su tarea de sembrar el mundo con la Palabra de Dios y de ofrecer a todos el alimento verdadero del cuerpo de Cristo. Cercana ya la Pascua, decidámonos sin miedos ni complejos a seguir a Jesús en su camino hacia la cruz. Aceptemos con paciencia y fe cualquier contrariedad o aflicción, con la convicción de que, en su resurrección, él ha derrotado el poder del mal que todo lo oscurece, y ha hecho amanecer un mundo nuevo, el mundo de Dios, de la luz, de la verdad y la alegría. El Señor no dejará de bendecir con frutos abundantes la generosidad de su entrega.
El misterio de la encarnación, en el que Dios se hace cercano a nosotros, nos muestra también la dignidad incomparable de toda vida humana. Por eso, en su proyecto de amor, desde la creación, Dios ha encomendado a la familia fundada en el matrimonio la altísima misión de ser célula fundamental de la sociedad y verdadera Iglesia doméstica. Con esta certeza, ustedes, queridos esposos, han de ser, de modo especial para sus hijos, signo real y visible del amor de Cristo por la Iglesia. Cuba tiene necesidad del testimonio de su fidelidad, de su unidad, de su capacidad de acoger la vida humana, especialmente la más indefensa y necesitada.
Queridos hermanos, ante la mirada de la Virgen de la Caridad del Cobre, deseo hacer un llamado para que den nuevo vigor a su fe, para que vivan de Cristo y para Cristo, y con las armas de la paz, el perdón y la comprensión, luchen para construir una sociedad abierta y renovada, una sociedad mejor, más digna del hombre, que refleje más la bondad de Dios.
Amén.
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Discurso del Presidente Raul Castro al Papa Benedicto XVI en el Aeropuerto Antonio Maceo de Cuba
Cuba lo recibe con afecto y respeto y se siente honrada con su presencia. Encontrará aquí a un pueblo solidario e instruido que se ha propuesto alcanzar toda la justicia y ha hecho grandes sacrificios.
De Martí aprendimos a rendir culto a la dignidad plena del hombre y heredamos la fraterna fórmula que seguimos hasta hoy: “con todos y para el bien de todos”.
Cintio Vitier, insigne intelectual y cristiano, escribió que “el verdadero rostro de la Patria… es el rostro de la justicia y de la libertad” y que “la Nación no tiene otra alternativa: o es independiente o deja de ser en absoluto”.
La potencia más poderosa que ha conocido la Historia ha intentado despojarnos, infructuosamente, del derecho a la libertad, a la paz y a la justicia. Con virtud patriótica y principios éticos el pueblo cubano ha hecho tenaz resistencia, sabiendo que ejercemos también un derecho legítimo cuando seguimos nuestro propio camino, defendemos nuestra cultura y la enriquecemos con el aporte de las ideas más avanzadas.
Sin razón, a Cuba se le calumnia, pero nosotros confiamos en que la verdad, de la que jamás nos apartamos, siempre se abre paso.
Catorce años después que el Papa Juan Pablo II nos visitara, el bloqueo económico, político y mediático contra Cuba persiste e, incluso, se ha endurecido en el sector financiero. Como aparece en el memorando norteamericano del 6 de abril de 1960, desclasificado décadas después, su objetivo sigue siendo (cito) “… causar hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno”.
Sin embargo, la Nación ha seguido, invariablemente, cambiando todo lo que deba ser cambiado, conforme a las más altas aspiraciones del pueblo cubano y con la libre participación de este en las decisiones trascendentales de nuestra sociedad, incluidas las económicas y sociales que en casi todo el mundo son patrimonio de estrechas élites políticas y financieras.
Varias generaciones de compatriotas se han unido en la lucha por elevados ideales y nobles objetivos. Hemos enfrentado carencias, pero nunca faltado al deber de compartir con los que tienen menos.
Sólo como demostración de cuánto se podría hacer si prevaleciera la solidaridad, menciono que en la última década, con la ayuda de Cuba se han preparado decenas de miles de médicos de otros países, se ha devuelto o mejorado la visión a 2,2 millones de personas de bajos ingresos y se ha contribuido a enseñar a leer y escribir a 5,8 millones de analfabetos. Puedo asegurarle que, dentro de las modestas posibilidades de que disponemos, nuestra cooperación internacional continuará.
Santidad:
Conmemoramos el IV Centenario del hallazgo y la presencia de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, que lleva bordado en su manto el escudo nacional.
La reciente peregrinación de la Virgen por todo el país, unió a nuestro pueblo, creyentes y no creyentes, en un acontecimiento de gran significado.
Le aguardan Santiago de Cuba, que ha sido protagonista de gloriosos episodios en la historia de luchas de los cubanos por su definitiva independencia y también el poblado del Cobre, donde la Corona española tuvo que conceder la libertad a los esclavos sublevados en las minas, ochenta años antes de la abolición de tan infame institución en nuestro país.
Nos satisfacen las estrechas relaciones entre la Santa Sede y Cuba, que se han desarrollado sin interrupción durante setenta y seis años, siempre basadas en el respeto mutuo y en la coincidencia en asuntos vitales para la Humanidad.
Nuestro gobierno y la Iglesia Católica, Apostólica y Romana en Cuba mantenemos buenas relaciones.
La Constitución cubana consagra y garantiza la plena libertad religiosa de todos los ciudadanos y, sobre esa base, el gobierno guarda buenas relaciones con todas las religiones e instituciones religiosas en nuestro país.
Santidad:
Hace casi veinte años que Fidel sorprendió a muchos al proclamar que “una importante especie biológica está en riesgo de desaparecer por la rápida y progresiva liquidación de sus condiciones naturales de vida: el hombre” concluyó.
Hay crecientes amenazas a la paz y la existencia de enormes arsenales nucleares es otro grave peligro para el ser humano. El agua o los alimentos serán, después de los hidrocarburos, la causa de las próximas guerras de despojo. Con los recursos que se dedican a producir mortíferas armas, podría eliminarse la pobreza. El desarrollo vertiginoso de la ciencia y la tecnología no se encuentra al servicio de la solución de los grandes problemas que aquejan a los seres humanos. Frecuentemente sirven para crear reflejos condicionados o para manipular a la opinión pública. Las finanzas son un poder opresivo.
En vez de la solidaridad, se generaliza una crisis sistémica, provocada por el consumo irracional en las sociedades opulentas. Una ínfima parte de la población acumula enormes riquezas mientras crecen los pobres, los hambrientos, los enfermos sin atención y los desamparados.
En el mundo industrializado, los “indignados” no soportan más la injusticia y, especialmente entre los jóvenes, crece la desconfianza en modelos sociales e ideologías que destruyen los valores espirituales y producen exclusión y egoísmo.
Es cierto que la crisis global tiene también una dimensión moral y que prevalece la falta de conexión entre los gobiernos y los ciudadanos a los que dicen servir. La corrupción de la política y la falta de verdadera democracia son males de nuestro tiempo.
En estos y otros temas apreciamos coincidencia con sus ideas.
Frente a tantos desafíos, Nuestra América se une en su soberanía e intenta una integración más solidaria para hacer realidad el sueño bicentenario de sus Próceres.
Su Santidad podrá dirigirse a un pueblo de convicciones profundas que le escuchará atento y respetuoso.
En nombre de la Nación, le doy la más calurosa bienvenida.
Muchas gracias.
De Martí aprendimos a rendir culto a la dignidad plena del hombre y heredamos la fraterna fórmula que seguimos hasta hoy: “con todos y para el bien de todos”.
Cintio Vitier, insigne intelectual y cristiano, escribió que “el verdadero rostro de la Patria… es el rostro de la justicia y de la libertad” y que “la Nación no tiene otra alternativa: o es independiente o deja de ser en absoluto”.
La potencia más poderosa que ha conocido la Historia ha intentado despojarnos, infructuosamente, del derecho a la libertad, a la paz y a la justicia. Con virtud patriótica y principios éticos el pueblo cubano ha hecho tenaz resistencia, sabiendo que ejercemos también un derecho legítimo cuando seguimos nuestro propio camino, defendemos nuestra cultura y la enriquecemos con el aporte de las ideas más avanzadas.
Sin razón, a Cuba se le calumnia, pero nosotros confiamos en que la verdad, de la que jamás nos apartamos, siempre se abre paso.
Catorce años después que el Papa Juan Pablo II nos visitara, el bloqueo económico, político y mediático contra Cuba persiste e, incluso, se ha endurecido en el sector financiero. Como aparece en el memorando norteamericano del 6 de abril de 1960, desclasificado décadas después, su objetivo sigue siendo (cito) “… causar hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno”.
Sin embargo, la Nación ha seguido, invariablemente, cambiando todo lo que deba ser cambiado, conforme a las más altas aspiraciones del pueblo cubano y con la libre participación de este en las decisiones trascendentales de nuestra sociedad, incluidas las económicas y sociales que en casi todo el mundo son patrimonio de estrechas élites políticas y financieras.
Varias generaciones de compatriotas se han unido en la lucha por elevados ideales y nobles objetivos. Hemos enfrentado carencias, pero nunca faltado al deber de compartir con los que tienen menos.
Sólo como demostración de cuánto se podría hacer si prevaleciera la solidaridad, menciono que en la última década, con la ayuda de Cuba se han preparado decenas de miles de médicos de otros países, se ha devuelto o mejorado la visión a 2,2 millones de personas de bajos ingresos y se ha contribuido a enseñar a leer y escribir a 5,8 millones de analfabetos. Puedo asegurarle que, dentro de las modestas posibilidades de que disponemos, nuestra cooperación internacional continuará.
Santidad:
Conmemoramos el IV Centenario del hallazgo y la presencia de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, que lleva bordado en su manto el escudo nacional.
La reciente peregrinación de la Virgen por todo el país, unió a nuestro pueblo, creyentes y no creyentes, en un acontecimiento de gran significado.
Le aguardan Santiago de Cuba, que ha sido protagonista de gloriosos episodios en la historia de luchas de los cubanos por su definitiva independencia y también el poblado del Cobre, donde la Corona española tuvo que conceder la libertad a los esclavos sublevados en las minas, ochenta años antes de la abolición de tan infame institución en nuestro país.
Nos satisfacen las estrechas relaciones entre la Santa Sede y Cuba, que se han desarrollado sin interrupción durante setenta y seis años, siempre basadas en el respeto mutuo y en la coincidencia en asuntos vitales para la Humanidad.
Nuestro gobierno y la Iglesia Católica, Apostólica y Romana en Cuba mantenemos buenas relaciones.
La Constitución cubana consagra y garantiza la plena libertad religiosa de todos los ciudadanos y, sobre esa base, el gobierno guarda buenas relaciones con todas las religiones e instituciones religiosas en nuestro país.
Santidad:
Hace casi veinte años que Fidel sorprendió a muchos al proclamar que “una importante especie biológica está en riesgo de desaparecer por la rápida y progresiva liquidación de sus condiciones naturales de vida: el hombre” concluyó.
Hay crecientes amenazas a la paz y la existencia de enormes arsenales nucleares es otro grave peligro para el ser humano. El agua o los alimentos serán, después de los hidrocarburos, la causa de las próximas guerras de despojo. Con los recursos que se dedican a producir mortíferas armas, podría eliminarse la pobreza. El desarrollo vertiginoso de la ciencia y la tecnología no se encuentra al servicio de la solución de los grandes problemas que aquejan a los seres humanos. Frecuentemente sirven para crear reflejos condicionados o para manipular a la opinión pública. Las finanzas son un poder opresivo.
En vez de la solidaridad, se generaliza una crisis sistémica, provocada por el consumo irracional en las sociedades opulentas. Una ínfima parte de la población acumula enormes riquezas mientras crecen los pobres, los hambrientos, los enfermos sin atención y los desamparados.
En el mundo industrializado, los “indignados” no soportan más la injusticia y, especialmente entre los jóvenes, crece la desconfianza en modelos sociales e ideologías que destruyen los valores espirituales y producen exclusión y egoísmo.
Es cierto que la crisis global tiene también una dimensión moral y que prevalece la falta de conexión entre los gobiernos y los ciudadanos a los que dicen servir. La corrupción de la política y la falta de verdadera democracia son males de nuestro tiempo.
En estos y otros temas apreciamos coincidencia con sus ideas.
Frente a tantos desafíos, Nuestra América se une en su soberanía e intenta una integración más solidaria para hacer realidad el sueño bicentenario de sus Próceres.
Su Santidad podrá dirigirse a un pueblo de convicciones profundas que le escuchará atento y respetuoso.
En nombre de la Nación, le doy la más calurosa bienvenida.
Muchas gracias.
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Discurso del Santo Padre Benedicto XVI en el Aeropuerto Antonio Maceo de Santiago de Cuba
Señor Presidente,
Señores Cardenales y Hermanos en el Episcopado,
Excelentísimas Autoridades,
Miembros del Cuerpo Diplomático,
Señores y señoras,
Queridos amigos cubanos:
Le agradezco, Señor Presidente, su acogida y sus corteses palabras de bienvenida, con las que ha querido transmitir también los sentimientos de respeto de parte del gobierno y el pueblo cubano hacia el Sucesor de Pedro. Saludo a las Autoridades que nos acompañan, así como a los miembros del Cuerpo Diplomático aquí presentes. Dirijo un caluroso saludo al Señor Arzobispo de Santiago de Cuba y Presidente de la Conferencia Episcopal, Monseñor Dionisio Guillermo García Ibáñez, al Señor Arzobispo de La Habana, Cardenal Jaime Ortega y Alamino, y a los demás hermanos Obispos de Cuba, a los que manifiesto toda mi cercanía espiritual. Saludo en fin con todo el afecto de mi corazón a los fieles de la Iglesia católica en Cuba, a los queridos habitantes de esta hermosa isla y a todos los cubanos, allá donde se encuentren. Los tengo siempre muy presentes en mi corazón y en mi oración, y más aún en los días en que se acercaba el momento tan deseado de visitarles, y que gracias a la bondad divina he podido realizar.
Al hallarme entre ustedes, no puedo dejar de recordar la histórica visita a Cuba de mi Predecesor, el Beato Juan Pablo II, que ha dejado una huella imborrable en el alma de los cubanos. Para muchos, creyentes o no, su ejemplo y sus enseñanzas constituyen una guía luminosa que les orienta tanto en la vida personal como en la actuación pública al servicio del bien común de la Nación. En efecto, su paso por la isla fue como una suave brisa de aire fresco que dio nuevo vigor a la Iglesia en Cuba, despertando en muchos una renovada conciencia de la importancia de la fe, alentando a abrir los corazones a Cristo, al mismo tiempo que alumbró la esperanza e impulsó el deseo de trabajar audazmente por un futuro mejor. Uno de los frutos importantes de aquella visita fue la inauguración de una nueva etapa en las relaciones entre la Iglesia y el Estado cubano, con un espíritu de mayor colaboración y confianza, si bien todavía quedan muchos aspectos en los que se puede y debe avanzar, especialmente por cuanto se refiere a la aportación imprescindible que la religión está llamada a desempeñar en el ámbito público de la sociedad.
Me complace vivamente unirme a vuestra alegría con motivo de la celebración del cuatrocientos aniversario del hallazgo de la bendita imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre. Su entrañable figura ha estado desde el principio muy presente tanto en la vida personal de los cubanos como en los grandes acontecimientos del País, de modo muy particular durante su independencia, siendo venerada por todos como verdadera madre del pueblo cubano. La devoción a «la Virgen Mambisa» ha sostenido la fe y ha alentado la defensa y promoción de cuanto dignifica la condición humana y sus derechos fundamentales; y continúa haciéndolo aún hoy con más fuerza, dando así testimonio visible de la fecundidad de la predicación del evangelio en estas tierras, y de las profundas raíces cristianas que conforman la identidad más honda del alma cubana. Siguiendo la estela de tantos peregrinos a lo largo de estos siglos, también yo deseo ir a El Cobre a postrarme a los pies de la Madre de Dios, para agradecerle sus desvelos por todos sus hijos cubanos y pedirle su intercesión para que guíe los destinos de esta amada Nación por los caminos de la justicia, la paz, la libertad y la reconciliación.
Vengo a Cuba como peregrino de la caridad, para confirmar a mis hermanos en la fe y alentarles en la esperanza, que nace de la presencia del amor de Dios en nuestras vidas. Llevo en mi corazón las justas aspiraciones y legítimos deseos de todos los cubanos, dondequiera que se encuentren, sus sufrimientos y alegrías, sus preocupaciones y anhelos más nobles, y de modo especial de los jóvenes y los ancianos, de los adolescentes y los niños, de los enfermos y los trabajadores, de los presos y sus familiares, así como de los pobres y necesitados.
Muchas partes del mundo viven hoy un momento de especial dificultad económica, que no pocos concuerdan en situar en una profunda crisis de tipo espiritual y moral, que ha dejado al hombre vacío de valores y desprotegido frente a la ambición y el egoísmo de ciertos poderes que no tienen en cuenta el bien auténtico de las personas y las familias. No se puede seguir por más tiempo en la misma dirección cultural y moral que ha causado la dolorosa situación que tantos experimentan. En cambio, el progreso verdadero tiene necesidad de una ética que coloque en el centro a la persona humana y tenga en cuenta sus exigencias más auténticas, de modo especial su dimensión espiritual y religiosa. Por eso, en el corazón y el pensamiento de muchos, se abre paso cada vez más la certeza de que la regeneración de las sociedades y del mundo requiere hombres rectos, de firmes convicciones morales y altos valores de fondo que no sean manipulables por estrechos intereses, y que respondan a la naturaleza inmutable y trascendente del ser humano.
Queridos amigos, estoy convencido de que Cuba, en este momento especialmente importante de su historia, está mirando ya al mañana, y para ello se esfuerza por renovar y ensanchar sus horizontes, a lo que cooperará ese inmenso patrimonio de valores espirituales y morales que han ido conformando su identidad más genuina, y que se encuentran esculpidos en la obra y la vida de muchos insignes padres de la patria, como el Beato José Olallo y Valdés, el Siervo de Dios Félix Varela o el prócer José Martí. La Iglesia, por su parte, ha sabido contribuir diligentemente al cultivo de esos valores mediante su generosa y abnegada misión pastoral, y renueva sus propósitos de seguir trabajando sin descanso por servir mejor a todos los cubanos.
Ruego al Señor que bendiga copiosamente a esta tierra y a sus hijos, en particular a los que se sienten desfavorecidos, a los marginados y a cuantos sufren en el cuerpo o en el espíritu, al mismo tiempo que, por intercesión de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, conceda a todos un futuro lleno de esperanza, solidaridad y concordia. Muchas gracias.
Señores Cardenales y Hermanos en el Episcopado,
Excelentísimas Autoridades,
Miembros del Cuerpo Diplomático,
Señores y señoras,
Queridos amigos cubanos:
Le agradezco, Señor Presidente, su acogida y sus corteses palabras de bienvenida, con las que ha querido transmitir también los sentimientos de respeto de parte del gobierno y el pueblo cubano hacia el Sucesor de Pedro. Saludo a las Autoridades que nos acompañan, así como a los miembros del Cuerpo Diplomático aquí presentes. Dirijo un caluroso saludo al Señor Arzobispo de Santiago de Cuba y Presidente de la Conferencia Episcopal, Monseñor Dionisio Guillermo García Ibáñez, al Señor Arzobispo de La Habana, Cardenal Jaime Ortega y Alamino, y a los demás hermanos Obispos de Cuba, a los que manifiesto toda mi cercanía espiritual. Saludo en fin con todo el afecto de mi corazón a los fieles de la Iglesia católica en Cuba, a los queridos habitantes de esta hermosa isla y a todos los cubanos, allá donde se encuentren. Los tengo siempre muy presentes en mi corazón y en mi oración, y más aún en los días en que se acercaba el momento tan deseado de visitarles, y que gracias a la bondad divina he podido realizar.
Al hallarme entre ustedes, no puedo dejar de recordar la histórica visita a Cuba de mi Predecesor, el Beato Juan Pablo II, que ha dejado una huella imborrable en el alma de los cubanos. Para muchos, creyentes o no, su ejemplo y sus enseñanzas constituyen una guía luminosa que les orienta tanto en la vida personal como en la actuación pública al servicio del bien común de la Nación. En efecto, su paso por la isla fue como una suave brisa de aire fresco que dio nuevo vigor a la Iglesia en Cuba, despertando en muchos una renovada conciencia de la importancia de la fe, alentando a abrir los corazones a Cristo, al mismo tiempo que alumbró la esperanza e impulsó el deseo de trabajar audazmente por un futuro mejor. Uno de los frutos importantes de aquella visita fue la inauguración de una nueva etapa en las relaciones entre la Iglesia y el Estado cubano, con un espíritu de mayor colaboración y confianza, si bien todavía quedan muchos aspectos en los que se puede y debe avanzar, especialmente por cuanto se refiere a la aportación imprescindible que la religión está llamada a desempeñar en el ámbito público de la sociedad.
Me complace vivamente unirme a vuestra alegría con motivo de la celebración del cuatrocientos aniversario del hallazgo de la bendita imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre. Su entrañable figura ha estado desde el principio muy presente tanto en la vida personal de los cubanos como en los grandes acontecimientos del País, de modo muy particular durante su independencia, siendo venerada por todos como verdadera madre del pueblo cubano. La devoción a «la Virgen Mambisa» ha sostenido la fe y ha alentado la defensa y promoción de cuanto dignifica la condición humana y sus derechos fundamentales; y continúa haciéndolo aún hoy con más fuerza, dando así testimonio visible de la fecundidad de la predicación del evangelio en estas tierras, y de las profundas raíces cristianas que conforman la identidad más honda del alma cubana. Siguiendo la estela de tantos peregrinos a lo largo de estos siglos, también yo deseo ir a El Cobre a postrarme a los pies de la Madre de Dios, para agradecerle sus desvelos por todos sus hijos cubanos y pedirle su intercesión para que guíe los destinos de esta amada Nación por los caminos de la justicia, la paz, la libertad y la reconciliación.
Vengo a Cuba como peregrino de la caridad, para confirmar a mis hermanos en la fe y alentarles en la esperanza, que nace de la presencia del amor de Dios en nuestras vidas. Llevo en mi corazón las justas aspiraciones y legítimos deseos de todos los cubanos, dondequiera que se encuentren, sus sufrimientos y alegrías, sus preocupaciones y anhelos más nobles, y de modo especial de los jóvenes y los ancianos, de los adolescentes y los niños, de los enfermos y los trabajadores, de los presos y sus familiares, así como de los pobres y necesitados.
Muchas partes del mundo viven hoy un momento de especial dificultad económica, que no pocos concuerdan en situar en una profunda crisis de tipo espiritual y moral, que ha dejado al hombre vacío de valores y desprotegido frente a la ambición y el egoísmo de ciertos poderes que no tienen en cuenta el bien auténtico de las personas y las familias. No se puede seguir por más tiempo en la misma dirección cultural y moral que ha causado la dolorosa situación que tantos experimentan. En cambio, el progreso verdadero tiene necesidad de una ética que coloque en el centro a la persona humana y tenga en cuenta sus exigencias más auténticas, de modo especial su dimensión espiritual y religiosa. Por eso, en el corazón y el pensamiento de muchos, se abre paso cada vez más la certeza de que la regeneración de las sociedades y del mundo requiere hombres rectos, de firmes convicciones morales y altos valores de fondo que no sean manipulables por estrechos intereses, y que respondan a la naturaleza inmutable y trascendente del ser humano.
Queridos amigos, estoy convencido de que Cuba, en este momento especialmente importante de su historia, está mirando ya al mañana, y para ello se esfuerza por renovar y ensanchar sus horizontes, a lo que cooperará ese inmenso patrimonio de valores espirituales y morales que han ido conformando su identidad más genuina, y que se encuentran esculpidos en la obra y la vida de muchos insignes padres de la patria, como el Beato José Olallo y Valdés, el Siervo de Dios Félix Varela o el prócer José Martí. La Iglesia, por su parte, ha sabido contribuir diligentemente al cultivo de esos valores mediante su generosa y abnegada misión pastoral, y renueva sus propósitos de seguir trabajando sin descanso por servir mejor a todos los cubanos.
Ruego al Señor que bendiga copiosamente a esta tierra y a sus hijos, en particular a los que se sienten desfavorecidos, a los marginados y a cuantos sufren en el cuerpo o en el espíritu, al mismo tiempo que, por intercesión de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, conceda a todos un futuro lleno de esperanza, solidaridad y concordia. Muchas gracias.
Palabras de despedida del Presidente Felipe Calderón Hinojosa al Santo Padre Benedicto XVI en el Aeropuerto de León
Su Santidad Benedicto XVI.
Muy honorables integrantes de la Comitiva que le acompaña.
Señores representantes de los Poderes de la Unión.
Señor Licenciado Juan Manuel Oliva, Gobernador del Estado de Guanajuato.
Señores Gobernadores.
Estimados colaboradores del Gobierno Federal.
Señores Cardenales.
Señores Arzobispos.
Señores Obispos.
Muy queridas niñas, muy queridos niños, muy queridos jóvenes mexicanos.
Mexicanas y mexicanos:
Muy honorables integrantes de la Comitiva que le acompaña.
Señores representantes de los Poderes de la Unión.
Señor Licenciado Juan Manuel Oliva, Gobernador del Estado de Guanajuato.
Señores Gobernadores.
Estimados colaboradores del Gobierno Federal.
Señores Cardenales.
Señores Arzobispos.
Señores Obispos.
Muy queridas niñas, muy queridos niños, muy queridos jóvenes mexicanos.
Mexicanas y mexicanos:
En nombre del pueblo y del Gobierno de México, agradezco enormemente a Su Santidad Benedicto XVI la visita que ha llevado a cabo en nuestro país.
Han sido tres días de intensa emoción, en los que se han encontrado el profundo pensamiento y el afecto de un líder espiritual, con la entrega de un pueblo que expresa su fe en plena libertad.
Al recibir a Su Santidad, las mexicanas y los mexicanos lo hemos hecho con profunda alegría y con lo mejor de nuestra hospitalidad.
Ha sido memorable la manera en que cientos de miles de personas, especialmente jóvenes, han manifestado su júbilo en las calles, en las plazas, tanto de León, como de Guanajuato, como de esta Ciudad de Silao; ciudades que han mostrado lo mejor de su rostro para recibirlo.
México nunca olvidará a Su Santidad. México lo llevará a usted siempre, en el alma.
Su Santidad:
Llévese para siempre las sonrisas de nuestros niños, las porras de nuestros jóvenes, las innumerables muestras de afecto, de respeto y de gratitud de las que fue objeto a lo largo de sus recorridos, y en cada uno de sus encuentros.
Esperemos que se lleve por siempre este recuerdo, de un México que lo quiere y que siempre lo recibirá con cariño y con los brazos abiertos.
Lleve, también, consigo, las lágrimas de las personas a quienes usted ha consolado, las preocupaciones cotidianas de quienes padecen pobreza, marginación o violencia.
Tenga siempre presente a México y abogue por él.
La visita de Su Santidad ha colmado a los mexicanos en muchas formas: de emoción, al vivir inolvidables momentos; de esperanza, al escuchar sus mensajes. Pero, sobre todo, ha tocado usted el corazón de los mexicanos con su cercanía y con su afecto.
Los millones de mexicanas y mexicanos que se alegran con su presencia, conservan, desde ahora, el eco de sus palabras con las que ha sembrado una semilla de paz y de esperanza.
Estoy seguro que su visita hará que el alma de muchos compatriotas pueda superar, como usted lo ha buscado, el cansancio, recuperar la alegría y la felicidad interior.
Sé que ahora millones de familias en México redoblarán su esfuerzo para vivir de acuerdo a los más altos valores que muchos mexicanos compartimos con usted, para vivir en paz y armonía, para ver con confianza el porvenir y con esperanza, como usted nos lo ha pedido.
Coincidimos con usted en el anhelo de que en cada hogar se fortalezcan los valores de familia, de respeto a la libertad y a la dignidad de la persona, de justicia. Valores sin los cuales no es posible el bien común.
Ha quedado, también, claro su mensaje de que esos valores pueden evitar que los jóvenes caigan en la ambición del dinero fácil e ilimitado, a través de caminos falsos de violencia o de delincuencia.
Esperamos, sinceramente, que los mexicanos trabajaremos unidos para legar, como herencia, un mundo mejor, sin envidias, ni divisiones, como usted lo ha señalado.
Paz, concordia, justicia y solidaridad, son principios que usted ha enfatizado, y que tendremos siempre muy presentes.
Le agradecemos sus oraciones por los mexicanos y, en especial, por nuestros niños, sus gestos de consuelo para los que sufren. Sus palabras que han reencendido el aliento de muchas de las almas que lo han visto y lo han oído.
Su Santidad nos ha recordado que el objetivo de nuestro esfuerzo debe ser la edificación de una sociedad más justa, en la que cada mexicana y cada mexicano disfrute de todos lo derechos que corresponden a la eminente dignidad de la persona y, en especial, nos ha recordado la importancia de cuidar y proteger a nuestros niños y jóvenes.
Sin duda, estos encuentros con usted nos han dejado en una mejor actitud para vivir de acuerdo a principios y valores, y de conformidad con las exigencias de la ley y el respeto a los derechos humanos. Valores y principios compartidos por la inmensa mayoría de los mexicanos, unos desde la fe profesada, no sólo en la Iglesia Católica, sino en múltiples credos, otros desde los principios filosóficos y éticos del humanismo vivido con rectitud.
Espero que durante estos días Su Santidad haya constatado que el pueblo mexicano, a pesar de las difíciles circunstancias que ha vivido, no está, ni estará desesperanzado; que el pueblo mexicano tiene una gran riqueza espiritual y cultural, que le da vigor y alegría cada día, que le da confianza en sus grandes capacidades y entusiasmo en sus tareas. En fin. Que somos un pueblo fuerte y vigoroso, que abre sus puertas con alegría, con mucha alegría, a todo aquél al que llama amigo y, en especial, al Obispo de Roma.
Su Santidad:
A nombre de millones de mexicanas y mexicanos, muchas gracias por esta visita que nunca olvidaremos.
Gracias por fortalecer la concordia y el amor entre nosotros.
Gracias por dejarnos el espíritu lleno de esperanza y el ánimo fortalecido para seguir luchando por un México justo, seguro y próspero al que aspiramos.
Gracias, también, por la extraordinaria experiencia de estos días, y por la riqueza y profundidad de sus palabras.
Tenga la seguridad de que a partir de hoy, México lo llevará siempre en su recuerdo. Y también, estoy seguro, se lleva usted el corazón de muchos mexicanos.
Deseamos muy pronto poder volver a contar con su presencia en nuestro país.
Los mexicanos le deseamos una exitosa estadía en La Habana, y un buen viaje de regreso al Vaticano.
Su Santidad Benedicto XVI:
México es, y será siempre, su casa.
Gracias, nuevamente.
Han sido tres días de intensa emoción, en los que se han encontrado el profundo pensamiento y el afecto de un líder espiritual, con la entrega de un pueblo que expresa su fe en plena libertad.
Al recibir a Su Santidad, las mexicanas y los mexicanos lo hemos hecho con profunda alegría y con lo mejor de nuestra hospitalidad.
Ha sido memorable la manera en que cientos de miles de personas, especialmente jóvenes, han manifestado su júbilo en las calles, en las plazas, tanto de León, como de Guanajuato, como de esta Ciudad de Silao; ciudades que han mostrado lo mejor de su rostro para recibirlo.
México nunca olvidará a Su Santidad. México lo llevará a usted siempre, en el alma.
Su Santidad:
Llévese para siempre las sonrisas de nuestros niños, las porras de nuestros jóvenes, las innumerables muestras de afecto, de respeto y de gratitud de las que fue objeto a lo largo de sus recorridos, y en cada uno de sus encuentros.
Esperemos que se lleve por siempre este recuerdo, de un México que lo quiere y que siempre lo recibirá con cariño y con los brazos abiertos.
Lleve, también, consigo, las lágrimas de las personas a quienes usted ha consolado, las preocupaciones cotidianas de quienes padecen pobreza, marginación o violencia.
Tenga siempre presente a México y abogue por él.
La visita de Su Santidad ha colmado a los mexicanos en muchas formas: de emoción, al vivir inolvidables momentos; de esperanza, al escuchar sus mensajes. Pero, sobre todo, ha tocado usted el corazón de los mexicanos con su cercanía y con su afecto.
Los millones de mexicanas y mexicanos que se alegran con su presencia, conservan, desde ahora, el eco de sus palabras con las que ha sembrado una semilla de paz y de esperanza.
Estoy seguro que su visita hará que el alma de muchos compatriotas pueda superar, como usted lo ha buscado, el cansancio, recuperar la alegría y la felicidad interior.
Sé que ahora millones de familias en México redoblarán su esfuerzo para vivir de acuerdo a los más altos valores que muchos mexicanos compartimos con usted, para vivir en paz y armonía, para ver con confianza el porvenir y con esperanza, como usted nos lo ha pedido.
Coincidimos con usted en el anhelo de que en cada hogar se fortalezcan los valores de familia, de respeto a la libertad y a la dignidad de la persona, de justicia. Valores sin los cuales no es posible el bien común.
Ha quedado, también, claro su mensaje de que esos valores pueden evitar que los jóvenes caigan en la ambición del dinero fácil e ilimitado, a través de caminos falsos de violencia o de delincuencia.
Esperamos, sinceramente, que los mexicanos trabajaremos unidos para legar, como herencia, un mundo mejor, sin envidias, ni divisiones, como usted lo ha señalado.
Paz, concordia, justicia y solidaridad, son principios que usted ha enfatizado, y que tendremos siempre muy presentes.
Le agradecemos sus oraciones por los mexicanos y, en especial, por nuestros niños, sus gestos de consuelo para los que sufren. Sus palabras que han reencendido el aliento de muchas de las almas que lo han visto y lo han oído.
Su Santidad nos ha recordado que el objetivo de nuestro esfuerzo debe ser la edificación de una sociedad más justa, en la que cada mexicana y cada mexicano disfrute de todos lo derechos que corresponden a la eminente dignidad de la persona y, en especial, nos ha recordado la importancia de cuidar y proteger a nuestros niños y jóvenes.
Sin duda, estos encuentros con usted nos han dejado en una mejor actitud para vivir de acuerdo a principios y valores, y de conformidad con las exigencias de la ley y el respeto a los derechos humanos. Valores y principios compartidos por la inmensa mayoría de los mexicanos, unos desde la fe profesada, no sólo en la Iglesia Católica, sino en múltiples credos, otros desde los principios filosóficos y éticos del humanismo vivido con rectitud.
Espero que durante estos días Su Santidad haya constatado que el pueblo mexicano, a pesar de las difíciles circunstancias que ha vivido, no está, ni estará desesperanzado; que el pueblo mexicano tiene una gran riqueza espiritual y cultural, que le da vigor y alegría cada día, que le da confianza en sus grandes capacidades y entusiasmo en sus tareas. En fin. Que somos un pueblo fuerte y vigoroso, que abre sus puertas con alegría, con mucha alegría, a todo aquél al que llama amigo y, en especial, al Obispo de Roma.
Su Santidad:
A nombre de millones de mexicanas y mexicanos, muchas gracias por esta visita que nunca olvidaremos.
Gracias por fortalecer la concordia y el amor entre nosotros.
Gracias por dejarnos el espíritu lleno de esperanza y el ánimo fortalecido para seguir luchando por un México justo, seguro y próspero al que aspiramos.
Gracias, también, por la extraordinaria experiencia de estos días, y por la riqueza y profundidad de sus palabras.
Tenga la seguridad de que a partir de hoy, México lo llevará siempre en su recuerdo. Y también, estoy seguro, se lleva usted el corazón de muchos mexicanos.
Deseamos muy pronto poder volver a contar con su presencia en nuestro país.
Los mexicanos le deseamos una exitosa estadía en La Habana, y un buen viaje de regreso al Vaticano.
Su Santidad Benedicto XVI:
México es, y será siempre, su casa.
Gracias, nuevamente.
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Discurso de Despedida del Santo Padre Benedicto XVI en el Aeropuerto de León Guanajuato
Señor Presidente,
Distinguidas autoridades,
Señores Cardenales,
Queridos hermanos en el episcopado,
Amigos mexicanos:
Distinguidas autoridades,
Señores Cardenales,
Queridos hermanos en el episcopado,
Amigos mexicanos:
Mi breve pero intensa visita a México llega ahora a su fin. Pero no es el fin de mi afecto y cercanía a un país que llevo muy dentro de mí. Me voy colmado de experiencias inolvidables, como inolvidables son tantas atenciones y muestras de afecto recibidas. Agradezco las amables palabras que me ha dirigido el Señor Presidente, así como lo mucho que las autoridades han hecho por este entrañable viaje. Y doy las gracias de todo corazón a cuantos han facilitado o colaborado para que, tanto en los aspectos destacados como en los más pequeños detalles, los actos de estas jornadas se hayan desarrollado felizmente. Pido al Señor que tantos esfuerzos no hayan sido vanos, y que con su ayuda produzcan frutos abundantes y duraderos en la vida de fe, esperanza y caridad de León y Guanajuato, de México y de los países hermanos de Latinoamérica y el Caribe.
Ante la fe en Jesucristo que he sentido vibrar en los corazones, y la devoción entrañable a su Madre, invocada aquí con títulos tan hermosos como el de Guadalupe y la Luz, que he visto reflejada en los rostros, deseo reiterar con energía y claridad un llamado al pueblo mexicano a ser fiel a sí mismo y a no dejarse amedrentar por las fuerzas del mal, a ser valiente y trabajar para que la savia de sus propias raíces cristianas haga florecer su presente y su futuro.
También he sido testigo de gestos de preocupación por diversos aspectos de la vida en este amado país, unos de más reciente relieve y otros que provienen de más atrás, y que tantos desgarros siguen causando. Los llevo igualmente conmigo, compartiendo tanto las alegrías como el dolor de mis hermanos mexicanos, para ponerlos en oración al pie de la cruz, en el corazón de Cristo, del que mana el agua y la sangre redentora.
En estas circunstancias, aliento ardientemente a los católicos mexicanos, y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, a no ceder a la mentalidad utilitarista, que termina siempre sacrificando a los más débiles e indefensos. Los invito a un esfuerzo solidario, que permita a la sociedad renovarse desde sus fundamentos para alcanzar una vida digna, justa y en paz para todos. Para los católicos, esta contribución al bien común es también una exigencia de esa dimensión esencial del evangelio que es la promoción humana, y una expresión altísima de la caridad. Por eso, la Iglesia exhorta a todos sus fieles a ser también buenos ciudadanos, conscientes de su responsabilidad de preocuparse por el bien de los demás, de todos, tanto en la esfera personal como en los diversos sectores de la sociedad.
Queridos amigos mexicanos, les digo ¡adiós!, en el sentido de la bella expresión tradicional hispánica: ¡Queden con Dios! Sí, adiós; hasta siempre en el amor de Cristo, en el que todos nos encontramos y nos encontraremos. Que el Señor les bendiga y María Santísima les proteja. Muchas gracias.
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Palabras del Cardenal Secretario de Estado en la cena con los Obispos de México y América Latina
León, Patio de la Catedral
Domingo 25 de marzo de 2012
Señor Presidente,
Distinguidas Autoridades,
Señores Cardenales,
Señor Arzobispo de León,
Señor Arzobispo de Tlalnepantla y Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano
y del Consejo Episcopal Latinoamericano,
Queridos Hermanos en el Episcopado,
Doy gracias a Dios que nos ha reunido en torno a esta mesa, para compartir en la cena un momento de amistad. Agradezco vivamente a quienes lo han hecho posible, así como los nobles sentimientos que lo han motivado.
La visita de Su Santidad Benedicto XVI a México es una ocasión de profunda alegría al ver cómo esta querida Nación ha abierto una vez más de par en par sus puertas al Sucesor de Pedro, manifestando así la grandeza de espíritu de sus hijos, su fina hospitalidad y la recia fe católica arraigada en ellos.
Al conmemorarse este año el vigésimo aniversario del establecimiento de Relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, la presencia de las distinguidas Autoridades que nos honran con su grata compañía pone de relieve que tanto la Iglesia como el Estado tienen la común tarea, cada uno desde su misión específica, de salvaguardar y tutelar los derechos fundamentales de las personas. Entre ellos, destaca la libertad del hombre para buscar la verdad y profesar las propias convicciones religiosas, tanto en privado como en público, lo cual ha de ser reconocido y garantizado por el ordenamiento jurídico. Y es de desear que en México este derecho fundamental se afiance cada vez más, conscientes de que este derecho va mucho más allá de la mera libertad de culto. En efecto, impregna todas las dimensiones de la persona humana, llamada a dar razón de su propia fe, y anunciarla y compartirla con otros, sin imponerla, como el don más preciado recibido de Dios.
También las funciones diplomáticas deben radicarse en la promoción de esa gran causa común, a la que el cristianismo puede ofrecer una contribución válida, porque es “una religión de libertad y de paz, y está al servicio del auténtico bien de la humanidad” (Benedicto XVI,Discurso al Cuerpo Diplomático ante la Santa Sede, 8 enero 2009). Por ello, la Iglesia no cesa de exhortar a todos, para que la actividad política sea una labor encomiable y abnegada en favor de los ciudadanos y no se convierta en una lucha de poder o una imposición de sistemas ideológicos rígidos, que tantas veces dan como resultado la radicalización de amplios sectores de la población.
En este sentido, los Obispos aquí presentes son exponentes del compromiso de la Iglesia católica en la hermosa labor de trabajar por el hombre, por quien Jesucristo dio la vida. En cada generación, ella ha escrito una página de esta historia de servicio a la humanidad. Unas líneas son obra de los santos, otras de los mártires. No han faltado en esta historia pastores audaces, religiosos ejemplares, jóvenes de voz profética, valerosos testigos de la caridad y fieles laicos que, a veces con gran sencillez, han tendido la mano y abierto su casa al hermano en necesidad. A través de múltiples expresiones, se ha querido desplegar la belleza del cristianismo para abrazar a todo hombre o mujer, sin mirar raza, lengua o clase social. A ello ha concurrido tanto la dimensión de fe hondamente profesada y celebrada, como se percibe en México y en toda Latinoamérica, como los más variados proyectos de solidaridad que han alentado a tantos a salir del egoísmo para ayudar en las necesidades sociales más básicas y urgentes. No podemos olvidar las iniciativas dirigidas a la promoción de los derechos de cada hombre y cada pueblo, la defensa de su libertad y el cultivo del arte y la cultura.
Si en esta misión ha habido alguna sombra, eso no empaña el esplendor del evangelio, siempre presente para purificar y alumbrar nuestro camino, que hoy pasa por esa revitalización de la fe a la que Su Santidad Benedicto XVI no se cansa de invitar.
Con estos deseos, alzo mi copa, y los invito a ustedes a hacer lo mismo, para brindar por el Santo Padre, a quien Dios conserve y proteja siempre. Brindo asimismo por México, tierra bendecida por Nuestra Señora de Guadalupe, y por sus hijos e hijas, que han sabido ganarse el afecto de Benedicto XVI. Brindo por todos los queridos países hermanos de América Latina y el Caribe. Reitero mi gratitud por las continuas y delicadas atenciones recibidas en estos días y expreso a todos ustedes mi cercanía y reconocimiento por esta espléndida velada.
Muchas gracias.
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domingo, 25 de marzo de 2012
Homilía del Santo Padre en la Catedral de León durante el Rezo de Vísperas
Señores Cardenales,
Queridos hermanos en el Episcopado
Es un gran gozo rezar con todos ustedes en esta Basílica-Catedral de León, dedicada a Nuestra Señora de la Luz. En la bella imagen que se venera en este templo, la Santísima Virgen tiene en una mano a su Hijo con gran ternura, y extiende la otra para socorrer a los pecadores. Así ve a María la Iglesia de todos los tiempos, que la alaba por habernos dado al Redentor, y se confía a ella por ser la Madre que su divino Hijo nos dejó desde la cruz. Por eso, nosotros la imploramos frecuentemente como «esperanza nuestra», porque nos ha mostrado a Jesús y transmitido las grandezas que Dios ha hecho y hace con la humanidad, de una manera sencilla, como explicándolas a los pequeños de la casa.
Un signo decisivo de estas grandezas nos la ofrece la lectura breve que hemos proclamado en estas Vísperas. Los habitantes de Jerusalén y sus jefes no reconocieron a Cristo, pero, al condenarlo a muerte, dieron cumplimiento de hecho a las palabras de los profetas (cf. Hch 13,27). Sí, la maldad y la ignorancia de los hombres no es capaz de frenar el plan divino de salvación, la redención. El mal no puede tanto.
Otra maravilla de Dios nos la recuerda el segundo salmo que acabamos de recitar: Las «peñas» se transforman «en estanques, el pedernal en manantiales de agua» (Sal 113,8). Lo que podría ser piedra de tropiezo y de escándalo, con el triunfo de Jesús sobre la muerte se convierte en piedra angular: «Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente» (Sal 117,23). No hay motivos, pues, para rendirse al despotismo del mal. Y pidamos al Señor Resucitado que manifieste su fuerza en nuestras debilidades y penurias.
Esperaba con gran ilusión este encuentro con ustedes, Pastores de la Iglesia de Cristo que peregrina en México y en los diversos países de este gran Continente, como una ocasión para mirar juntos a Cristo que les ha encomendado la hermosa tarea de anunciar el evangelio en estos pueblos de recia raigambre católica. La situación actual de sus diócesis plantea ciertamente retos y dificultades de muy diversa índole. Pero, sabiendo que el Señor ha resucitado, podemos proseguir confiados, con la convicción de que el mal no tiene la última palabra de la historia, y que Dios es capaz de abrir nuevos espacios a una esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5).
Agradezco el cordial saludo que me ha dirigido el Señor Arzobispo de Tlalnepantla y Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano y del Consejo Episcopal Latinoamericano, haciéndose intérprete y portavoz de todos. Y les ruego a ustedes, Pastores de las diversas Iglesias particulares, que, al regresar a sus sedes, trasmitan a sus fieles el afecto entrañable del Papa, que lleva muy dentro de su corazón todos sus sufrimientos y aspiraciones.
Al ver en sus rostros el reflejo de las preocupaciones de la grey que apacientan, me vienen a la mente las Asambleas del Sínodo de los Obispos, en las que los participantes aplauden cuando intervienen quienes ejercen su ministerio en situaciones particularmente dolorosas para la vida y la misión de la Iglesia. Ese gesto brota de la fe en el Señor, y significa fraternidad en los trabajos apostólicos, así como gratitud y admiración por los que siembran el evangelio entre espinas, unas en forma de persecución, otras de marginación o menosprecio. Tampoco faltan preocupaciones por la carencia de medios y recursos humanos, o las trabas impuestas a la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de su misión.
El Sucesor de Pedro participa de estos sentimientos y agradece su solicitud pastoral paciente y humilde. Ustedes no están solos en los contratiempos, como tampoco lo están en los logros evangelizadores. Todos estamos unidos en los padecimientos y en la consolación (cf. 2 Co 1,5). Sepan que cuentan con un lugar destacado en la plegaria de quien recibió de Cristo el encargo de confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,31), que les anima también en la misión de hacer que nuestro Señor Jesucristo sea cada vez más conocido, amado y seguido en estas tierras, sin dejarse amedrentar por las contrariedades.
La fe católica ha marcado significativamente la vida, costumbres e historia de este Continente, en el que muchas de sus naciones están conmemorando el bicentenario de su independencia. Es un momento histórico en el que siguió brillando el nombre de Cristo, llegado aquí por obra de insignes y abnegados misioneros, que lo proclamaron con audacia y sabiduría. Ellos lo dieron todo por Cristo, mostrandoque el hombre encuentra en él su consistencia y la fuerza necesaria para vivir en plenitud y edificaruna sociedad digna del ser humano, como su Creador lo ha querido. Aquel ideal de no anteponer nada al Señor, y de hacer penetrante la Palabra de Dios en todos, sirviéndose de los propios signos y mejores tradiciones, sigue siendo una valiosa orientación para los Pastores de hoy.
Las iniciativas que se realicen con motivo del Año de la fe deben estar encaminadas a conducir a los hombres hacia Cristo, cuya gracia les permitirá dejar las cadenas del pecado que los esclaviza y avanzar hacia la libertad auténtica y responsable. A esto está ayudando también la Misión continental promovida en Aparecida, que tantos frutos de renovación eclesial está ya cosechando en las Iglesias particulares de América Latina y el Caribe. Entre ellos, el estudio, la difusión y meditación de la Sagrada Escritura, que anuncia el amor de Dios y nuestra salvación. En este sentido, los exhorto a seguir abriendo los tesoros del evangelio, a fin de que se conviertan en potencia de esperanza, libertad y salvación para todos los hombres (cf. Rm 1,16). Y sean también fieles testigos e intérpretes de la palabra del Hijo encarnado, que vivió para cumplir la voluntad del Padre y, siendo hombre con los hombres, se desvivió por ellos hasta la muerte.
Queridos hermanos en el Episcopado, en el horizonte pastoral y evangelizador que se abre ante nosotros, es de capital relevancia cuidar con gran esmero de los seminaristas, animándolos a que no se precien «de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Co 2,2). No menos fundamental es la cercanía a los presbíteros, a los que nunca debe faltar la comprensión y el aliento de su Obispo y, si fuera necesario, también su paterna admonición sobre actitudes improcedentes. Son sus primeros colaboradores en la comunión sacramental del sacerdocio, a los que han de mostrar una constante y privilegiada cercanía. Igualmente cabe decir de las diversas formas de vida consagrada, cuyos carismas han de ser valorados con gratitud y acompañados con responsabilidad y respeto al don recibido. Y una atención cada vez más especial se debe a los laicos más comprometidos en la catequesis, la animación litúrgica, la acción caritativa y el compromiso social. Su formación en la fe es crucial para hacer presente y fecundo el evangelio en la sociedad de hoy. Y no es justo que se sientan tratados como quienes apenas cuentan en la Iglesia, no obstante la ilusión que ponen en trabajar en ella según su propia vocación, y el gran sacrificio que a veces les supone esta dedicación. En todo esto, es particularmente importante para los Pastores que reine un espíritu de comunión entre sacerdotes, religiosos y laicos, evitando divisiones estériles, críticas y recelos nocivos.
Con estos vivos deseos, les invito a ser vigías que proclamen día y noche la gloria de Dios, que es la vida del hombre. Estén del lado de quienes son marginados por la fuerza, el poder o una riqueza que ignora a quienes carecen de casi todo. La Iglesia no puede separar la alabanza de Dios del servicio a los hombres. El único Dios Padre y Creador es el que nos ha constituido hermanos: ser hombre es ser hermano y guardián del prójimo. En este camino, junto a toda la humanidad, la Iglesia tiene que revivir y actualizar lo que fue Jesús: el Buen Samaritano, que viniendo de lejos se insertó en la historia de los hombres, nos levantó y se ocupó de nuestra curación.
Queridos hermanos en el Episcopado, la Iglesia en América Latina, que muchas veces se ha unido a Jesucristo en su pasión, ha de seguir siendo semilla de esperanza, que permita ver a todos cómo los frutos de la resurrección alcanzan y enriquecen estas tierras.
Que la Madre de Dios, en su advocación de María Santísima de la Luz, disipe las tinieblas de nuestro mundo y alumbre nuestro camino, para que podamos confirmar en la fe al pueblo latinoamericano en sus fatigas y anhelos, con entereza, valentía y fe firme en quien todo lo puede y a todos ama hasta el extremo.
Amén.
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Saludo de Mons. Carlos Aguiar Retes Presidente de la CEM y del CELAM
Santo Padre:
Los Obispos de México, los Obispos Latinoamericanos y los de América del Norte, representados por los Presidentes de las Conferencias Episcopales o por su delegado, le damos la más cordial bienvenida, agradeciendo la gracia que nos concede de este significativo encuentro en esta Catedral de León.
Hace casi cinco años tuvimos la dicha de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe celebrada en Aparecida, Brasil, y que Usted, Santo Padre, tuvo a bien inaugurar orientando magistralmente nuestros trabajos con su palabra llena de esperanza para afrontar los grandes desafíos del Siglo XXI.
Hoy, podemos decirle, que el fruto de Aparecida se experimenta en la Iglesia que peregrina en este Continente. La Nueva Evangelización está en marcha mediante la convocatoria y compromiso episcopal de la Misión Continental, que actualmente ha sido extendida con aceptación y convicción por los agentes de pastoral de nuestras Diócesis.
Hemos seguido su indicación cuando en Aparecida nos dijo: Hemos de fundamentar nuestro compromiso misionero y toda nuestra vida en la roca de la Palabra de Dios[1]. En estos cinco años, el principal factor que ha impulsado, con grandes frutos, nuestro trabajo pastoral ha sido la Palabra de Dios. Especialmente con la práctica de la Lectio Divina se está poniendo al alcance de los fieles católicos, quienes como oyentes de la Palabra, van tomando conciencia de su ser: discípulos misioneros de Jesucristo. Así, escuchando la voz del Maestro asumen el compromiso de darlo a conocer, y crecen en la valoración de la vida sacramental estrechando la comunión e intimidad con el Señor de la Vida y de la Historia.
Nos llena de esperanza constatar que dicho dinamismo espiritual y pastoral va despertando la conciencia de los fieles laicos para participar activamente en los distintos ámbitos familiar, laboral y social con la clara finalidad de ser ellos, levadura que aporte los valores evangélicos ante los nuevos escenarios de nuestro tiempo; ya que recordamos su palabra cuando en Aparecida nos advirtió: Las estructuras justas son una condición indispensable para una sociedad justa, pero no nacen ni funcionan sin un consenso moral de la sociedad sobre los valores fundamentales y sobre la necesidad de vivir estos valores con las necesarias renuncias, incluso contra el interés personal[2].
Los Obispos de México, los Obispos Latinoamericanos y los de América del Norte, representados por los Presidentes de las Conferencias Episcopales o por su delegado, le damos la más cordial bienvenida, agradeciendo la gracia que nos concede de este significativo encuentro en esta Catedral de León.
Hace casi cinco años tuvimos la dicha de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe celebrada en Aparecida, Brasil, y que Usted, Santo Padre, tuvo a bien inaugurar orientando magistralmente nuestros trabajos con su palabra llena de esperanza para afrontar los grandes desafíos del Siglo XXI.
Hoy, podemos decirle, que el fruto de Aparecida se experimenta en la Iglesia que peregrina en este Continente. La Nueva Evangelización está en marcha mediante la convocatoria y compromiso episcopal de la Misión Continental, que actualmente ha sido extendida con aceptación y convicción por los agentes de pastoral de nuestras Diócesis.
Hemos seguido su indicación cuando en Aparecida nos dijo: Hemos de fundamentar nuestro compromiso misionero y toda nuestra vida en la roca de la Palabra de Dios[1]. En estos cinco años, el principal factor que ha impulsado, con grandes frutos, nuestro trabajo pastoral ha sido la Palabra de Dios. Especialmente con la práctica de la Lectio Divina se está poniendo al alcance de los fieles católicos, quienes como oyentes de la Palabra, van tomando conciencia de su ser: discípulos misioneros de Jesucristo. Así, escuchando la voz del Maestro asumen el compromiso de darlo a conocer, y crecen en la valoración de la vida sacramental estrechando la comunión e intimidad con el Señor de la Vida y de la Historia.
Nos llena de esperanza constatar que dicho dinamismo espiritual y pastoral va despertando la conciencia de los fieles laicos para participar activamente en los distintos ámbitos familiar, laboral y social con la clara finalidad de ser ellos, levadura que aporte los valores evangélicos ante los nuevos escenarios de nuestro tiempo; ya que recordamos su palabra cuando en Aparecida nos advirtió: Las estructuras justas son una condición indispensable para una sociedad justa, pero no nacen ni funcionan sin un consenso moral de la sociedad sobre los valores fundamentales y sobre la necesidad de vivir estos valores con las necesarias renuncias, incluso contra el interés personal[2].
Santo Padre, Usted nos ha dicho la fe sólo crece y se fortalece creyendo[3]. Por eso, con inmensa alegría constatamos en la marcha de la Misión Continental que el compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cristiano del amor de Cristo[4]. Constatamos que la Iglesia está viva, por ello, los Obispos aquí presentes del Continente de la Esperanza y del Amor, siguiendo el ejemplo de Su Santidad, manifestado en su homilía en el solemne inicio del Ministerio Petrino, le expresamos ahora, que nuestro programa de gobierno pastoral es sumarnos filialmente a Su Persona y Ministerio para ponernos junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarnos conducir por Él, de tal modo que sea él mismo, quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia[5].
Confiamos que el mismo Espíritu, que hace 50 años condujo a la Iglesia a reflexionar sobre su ser y misión, y nos regaló la gracia del Concilio Ecuménico Vaticano Segundo, siga conduciendo el caminar de la Iglesia en este nuevo contexto cultural. Por ello, Santo Padre, le agradecemos la hermosa, y seguramente fecunda iniciativa del año de la Fe, con el que recordaremos dicho acontecimiento y renovaremos la conciencia eclesial de su vigencia y necesidad de asumirlo como brújula para este siglo XXI, siguiendo su indicación de leerlo y acogerlo guiados por una hermenéutica correcta para desarrollar con gran fuerza la renovación siempre necesaria de la Iglesia[6]. Sabemos que la Iglesia al dejarse conducir fielmente por el Espíritu Santo cumple con creces su misión.
Me parece oportuno recordar que el pleno de la Conferencia Episcopal Mexicana, el pasado 20 de abril de 2009, en la Insigne y Nacional Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, acompañados de una inmensa multitud de fieles de todo el País, renovamos la consagración de la Iglesia que peregrina en México al Espíritu Santo. Nos motivó hacerlo la fe y la esperanza que mostraron los Obispos de México al inicio del siglo XX, cuando nuestro pueblo sufría no solo las consecuencias de una violenta revolución social, sino también un dramático y trágico conflicto religioso entre la Iglesia y el Estado. Hoy también confiamos que el auxilio divino se derrame en este País para afrontar y superar los nuevos y complejos problemas que nos aquejan. A los pies de Nuestra Madre Santa María de Guadalupe hemos suplicado a Dios Padre, que renueve la promesa de su Hijo Jesucristo de enviar al Espíritu Santo para conducir a la Iglesia, y pueda así cumplir cabalmente su misión.
Santo Padre, estamos deseosos de escuchar su palabra, estamos convencidos de la comunión eclesial, y desde esa convicción de fe abrimos nuestros oídos y nuestro corazón para que este encuentro sea la ocasión propicia de reavivar el celo apostólico y nuestro compromiso misionero, y llevar a cabo la propuesta que Usted, Santo Padre, hizo desde el inicio de su Ministerio Petrino y ha replanteado para este año de la fe: la Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida y la vida en plenitud[7].
Que Cristo, Nuestro Redentor nos acompañe ahora y siempre. ¡Bienvenido Santo Padre, está Usted en su casa!
+ Carlos Aguiar Retes
[1] DIA No. 3
[2] DIA No. 4
[3] Porta Fidei No. 7
[4] Porta Fidei No. 7
[5] Homilía del Santo Padre, Domingo 24 de abril de 2005.
[6] Porta Fidei No. 5
[7] Porta Fidei No. 2
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Benedicto XVI,
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Mons. Carlos Aguiar Retes,
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Rezo de Vísperas,
Visita Apostólica a México y Cuba
Palabras del Santo Padre Benedicto XVI en el rezo del Ángelus
En el Evangelio de este domingo, Jesús habla del grano de trigo que cae en tierra, muere y se multiplica, respondiendo a algunos griegos que se acercan al apóstol Felipe para pedirle: «Quisiéramos ver a Jesús» (Jn 12,21). Nosotros hoy invocamos a María Santísima y le suplicamos: «Muéstranos a Jesús».
Al rezar ahora el Angelus, recordando la Anunciación del Señor, nuestros ojos también se dirigen espiritualmente hacia el cerro del Tepeyac, al lugar donde la Madre de Dios, bajo el título de «la siempre virgen santa María de Guadalupe», es honrada con fervor desde hace siglos, como signo de reconciliación y de la infinita bondad de Dios para con el mundo.
Mis Predecesores en la Cátedra de san Pedro la honraron con títulos tan entrañables como Señora de México, celestial Patrona de Latinoamérica, Madre y Emperatriz de este Continente. Sus fieles hijos, a su vez, que experimentan sus auxilios, la invocan llenos de confianza con nombres tan afectuosos y familiares como Rosa de México, Señora del Cielo, Virgen Morena, Madre del Tepeyac, Noble Indita.
Queridos hermanos, no olviden que la verdadera devoción a la Virgen María nos acerca siempre a Jesús, y «no consiste ni en un estéril y transitorio sentimentalismo, ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, que nos lleva a reconocer la excelencia de la Madre de Dios y nos inclina a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes» (Lumen gentium, 67). Amarla es comprometerse a escuchar a su Hijo, venerar a la Guadalupana es vivir según las palabras del fruto bendito de su vientre.
En estos momentos en que tantas familias se encuentran divididas o forzadas a la migración, cuando muchas padecen a causa de la pobreza, la corrupción, la violencia doméstica, el narcotráfico, la crisis de valores o la criminalidad, acudimos a María en busca de consuelo, fortaleza y esperanza. Es la Madre del verdadero Dios, que invita a estar con la fe y la caridad bajo su sombra, para superar así todo mal e instaurar una sociedad más justa y solidaria.
Con estos sentimientos, deseo poner nuevamente bajo la dulce mirada de Nuestra Señora de Guadalupe a este País y a toda Latinoamérica y el Caribe. Confío a cada uno de sus hijos a la Estrella de la primera y de la nueva evangelización, que ha animado con su amor materno su historia cristiana, dando expresión propia a sus gestas patrias, a sus iniciativas comunitarias y sociales, a la vida familiar, a la devoción personal y a la Misión continental que ahora se está desarrollando en estas nobles tierras. En tiempos de prueba y dolor, ella ha sido invocada por tantos mártires que, a la voz de «viva Cristo Rey y María de Guadalupe», han dado testimonio inquebrantable de fidelidad al Evangelio y entrega a la Iglesia. Le suplico ahora que su presencia en esta querida Nación continúe llamando al respeto, defensa y promoción de la vida humana y al fomento de la fraternidad, evitando la inútil venganza y desterrando el odio que divide. Santa María de Guadalupe nos bendiga y nos alcance por su intercesión abundantes gracias del Cielo.
Con estos sentimientos, deseo poner nuevamente bajo la dulce mirada de Nuestra Señora de Guadalupe a este País y a toda Latinoamérica y el Caribe. Confío a cada uno de sus hijos a la Estrella de la primera y de la nueva evangelización, que ha animado con su amor materno su historia cristiana, dando expresión propia a sus gestas patrias, a sus iniciativas comunitarias y sociales, a la vida familiar, a la devoción personal y a la Misión continental que ahora se está desarrollando en estas nobles tierras. En tiempos de prueba y dolor, ella ha sido invocada por tantos mártires que, a la voz de «viva Cristo Rey y María de Guadalupe», han dado testimonio inquebrantable de fidelidad al Evangelio y entrega a la Iglesia. Le suplico ahora que su presencia en esta querida Nación continúe llamando al respeto, defensa y promoción de la vida humana y al fomento de la fraternidad, evitando la inútil venganza y desterrando el odio que divide. Santa María de Guadalupe nos bendiga y nos alcance por su intercesión abundantes gracias del Cielo.
Homilía del Santo Padre en Parque Bicentenario
Queridos hermanos y hermanas,
Me complace estar entre ustedes, y deseo agradecer vivamente a Monseñor José Guadalupe Martín Rábago, Arzobispo de León, sus amables palabras de bienvenida. Saludo al episcopado mexicano, así como a los Señores Cardenales y demás Obispos aquí presentes, en particular a los procedentes de Latinoamérica y el Caribe. Vaya también mi saludo caluroso a las Autoridades que nos acompañan, así como a todos los que se han congregado para participar en esta Santa Misa presidida por el Sucesor de Pedro.
«Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Sal 50,12), hemos invocado en el salmo responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad con la que hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el gran misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos ayuda asimismo a mirar muy dentro del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor y de esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano y también otros de Latinoamérica.
El anhelo de un corazón puro, sincero, humilde, aceptable a Dios, era muy sentido ya por Israel, a medida que tomaba conciencia de la persistencia del mal y del pecado en su seno, como un poder prácticamente implacable e imposible de superar. Quedaba sólo confiar en la misericordia de Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara desde dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así fue abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un corazón nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos de Dios para seguir esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede decir convencido al Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia el final del salmo, dará una explicación que es al mismo tiempo una firme confesión de fe: «Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v. 19).
La historia de Israel narra también grandes proezas y batallas, pero a la hora de afrontar su existencia más auténtica, su destino más decisivo, la salvación, más que en sus propias fuerzas, pone su esperanza en Dios, que puede recrear un corazón nuevo, no insensible y engreído. Esto nos puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros pueblos que, cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo.
El Evangelio de hoy prosigue haciéndonos ver cómo este antiguo anhelo de vida plena se ha cumplido realmente en Cristo. Lo explica san Juan en un pasaje en el que se cruza el deseo de unos griegos de ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser glorificado. A la pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús responde diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado» (Jn 12,23). Respuesta extraña, que parece incoherente con la pregunta de los griegos. ¿Qué tiene que ver la glorificación de Jesús con la petición de encontrarse con él? Pero sí que hay una relación. Alguien podría pensar – observa san Agustín – que Jesús se sentía glorificado porque venían a él los gentiles. Algo parecido al aplauso de la multitud que da «gloria» a los grandes del mundo, diríamos hoy. Pero no es así. «Convenía que a la excelsitud de su glorificación precediese la humildad de su pasión» (In Joannis Ev., 51,9: PL 35, 1766).
La respuesta de Jesús, anunciando su pasión inminente, viene a decir que un encuentro ocasional en aquellos momentos sería superfluo y tal vez engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo verán levantado en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). Allí comenzará su «gloria», a causa de su sacrificio de expiación por todos, como el grano de trigo caído en tierra que muriendo, germina y da fruto abundante. Encontrarán a quien seguramente sin saberlo andaban buscando en su corazón, al verdadero Dios que se hace reconocible para todos los pueblos. Este es también el modo en que Nuestra Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan Diego. No como a un héroe portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios, por quien se vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la inmediación, del Cielo y de la Tierra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo que ya había ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó claramente a los sirvientes que la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5).
Queridos hermanos, al venir aquí he podido acercarme al monumento a Cristo Rey, en lo alto del Cubilete. Mi venerado predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, aunque lo deseó ardientemente, no pudo visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus viajes a esta querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el cielo de que el Señor me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes, como también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido venerar sus reliquias recientemente en todos los rincones del país. Pues bien, en este monumento se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan, una de soberano y otra de espinas, indican que su realeza no es como muchos la entendieron y la entienden. Su reinado no consiste en el poder de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o la violencia. Se funda en un poder más grande que gana los corazones: el amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio. Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es justo que, por encima de todo, este santuario sea un lugar de peregrinación, de oración ferviente, de conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de la gracia. A él, a Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos puros, dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad.
También hoy, desde este parque con el que se quiere dejar constancia del bicentenario del nacimiento de la nación mexicana, aunando en ella muchas diferencias, pero con un destino y un afán común, pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar como príncipe de la paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Y, para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo de María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se aprende lo que espera de nosotros y se recibe aliento para darlo a conocer a los demás.
En Aparecida, los Obispos de Latinoamérica y el Caribe han sentido con clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en la historia de estas tierras «desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental, que ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente, tiene precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los cristianos y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha de superar el cansancio de la fe y recuperar «la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso a la Curia Romana, 22 diciembre 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron de lleno a la causa del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el de la propia vida. Su corazón era una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que significa verdaderamente amar hasta el final.
En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia, «es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo [...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).
Pidamos a la Virgen María que nos ayude a purificar nuestro corazón, especialmente ante la cercana celebración de las fiestas de Pascua, para que lleguemos a participar mejor en el misterio salvador de su Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas tierras. Y pidámosle también que siga acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos y latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a promover audazmente la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad.
Amén.
Me complace estar entre ustedes, y deseo agradecer vivamente a Monseñor José Guadalupe Martín Rábago, Arzobispo de León, sus amables palabras de bienvenida. Saludo al episcopado mexicano, así como a los Señores Cardenales y demás Obispos aquí presentes, en particular a los procedentes de Latinoamérica y el Caribe. Vaya también mi saludo caluroso a las Autoridades que nos acompañan, así como a todos los que se han congregado para participar en esta Santa Misa presidida por el Sucesor de Pedro.
«Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Sal 50,12), hemos invocado en el salmo responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad con la que hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el gran misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos ayuda asimismo a mirar muy dentro del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor y de esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano y también otros de Latinoamérica.
El anhelo de un corazón puro, sincero, humilde, aceptable a Dios, era muy sentido ya por Israel, a medida que tomaba conciencia de la persistencia del mal y del pecado en su seno, como un poder prácticamente implacable e imposible de superar. Quedaba sólo confiar en la misericordia de Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara desde dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así fue abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un corazón nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos de Dios para seguir esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede decir convencido al Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia el final del salmo, dará una explicación que es al mismo tiempo una firme confesión de fe: «Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v. 19).
La historia de Israel narra también grandes proezas y batallas, pero a la hora de afrontar su existencia más auténtica, su destino más decisivo, la salvación, más que en sus propias fuerzas, pone su esperanza en Dios, que puede recrear un corazón nuevo, no insensible y engreído. Esto nos puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros pueblos que, cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo.
El Evangelio de hoy prosigue haciéndonos ver cómo este antiguo anhelo de vida plena se ha cumplido realmente en Cristo. Lo explica san Juan en un pasaje en el que se cruza el deseo de unos griegos de ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser glorificado. A la pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús responde diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado» (Jn 12,23). Respuesta extraña, que parece incoherente con la pregunta de los griegos. ¿Qué tiene que ver la glorificación de Jesús con la petición de encontrarse con él? Pero sí que hay una relación. Alguien podría pensar – observa san Agustín – que Jesús se sentía glorificado porque venían a él los gentiles. Algo parecido al aplauso de la multitud que da «gloria» a los grandes del mundo, diríamos hoy. Pero no es así. «Convenía que a la excelsitud de su glorificación precediese la humildad de su pasión» (In Joannis Ev., 51,9: PL 35, 1766).
La respuesta de Jesús, anunciando su pasión inminente, viene a decir que un encuentro ocasional en aquellos momentos sería superfluo y tal vez engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo verán levantado en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). Allí comenzará su «gloria», a causa de su sacrificio de expiación por todos, como el grano de trigo caído en tierra que muriendo, germina y da fruto abundante. Encontrarán a quien seguramente sin saberlo andaban buscando en su corazón, al verdadero Dios que se hace reconocible para todos los pueblos. Este es también el modo en que Nuestra Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan Diego. No como a un héroe portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios, por quien se vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la inmediación, del Cielo y de la Tierra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo que ya había ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó claramente a los sirvientes que la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5).
Queridos hermanos, al venir aquí he podido acercarme al monumento a Cristo Rey, en lo alto del Cubilete. Mi venerado predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, aunque lo deseó ardientemente, no pudo visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus viajes a esta querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el cielo de que el Señor me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes, como también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido venerar sus reliquias recientemente en todos los rincones del país. Pues bien, en este monumento se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan, una de soberano y otra de espinas, indican que su realeza no es como muchos la entendieron y la entienden. Su reinado no consiste en el poder de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o la violencia. Se funda en un poder más grande que gana los corazones: el amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio. Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es justo que, por encima de todo, este santuario sea un lugar de peregrinación, de oración ferviente, de conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de la gracia. A él, a Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos puros, dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad.
También hoy, desde este parque con el que se quiere dejar constancia del bicentenario del nacimiento de la nación mexicana, aunando en ella muchas diferencias, pero con un destino y un afán común, pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar como príncipe de la paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Y, para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo de María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se aprende lo que espera de nosotros y se recibe aliento para darlo a conocer a los demás.
En Aparecida, los Obispos de Latinoamérica y el Caribe han sentido con clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en la historia de estas tierras «desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental, que ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente, tiene precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los cristianos y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha de superar el cansancio de la fe y recuperar «la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso a la Curia Romana, 22 diciembre 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron de lleno a la causa del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el de la propia vida. Su corazón era una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que significa verdaderamente amar hasta el final.
En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia, «es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo [...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).
Pidamos a la Virgen María que nos ayude a purificar nuestro corazón, especialmente ante la cercana celebración de las fiestas de Pascua, para que lleguemos a participar mejor en el misterio salvador de su Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas tierras. Y pidámosle también que siga acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos y latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a promover audazmente la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad.
Amén.
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