Amados hermanos en Cristo,
Viendo esta catedral llena de obispos, sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas de todo el mundo, pienso en las palabras del Salmo de la misa de hoy: «Que las naciones te glorifiquen, oh Señor» (Sal 66).
Sí, estamos aquí para alabar al Señor, y lo hacemos reafirmando nuestra voluntad de ser instrumentos suyos, para que alaben a Dios no sólo algunos pueblos, sino todos. Con la misma parresia de Pablo y Bernabé, queremos anunciar el Evangelio a nuestros jóvenes para que encuentren a Cristo y se conviertan en constructores de un mundo más fraterno. En este sentido, quisiera reflexionar con ustedes sobre tres aspectos de nuestra vocación: llamados por Dios, llamados a anunciar el Evangelio, llamados a promover la cultura del encuentro.
1. Llamados por Dios. Creo que es importante reavivar siempre en nosotros este hecho, que a menudo damos por descontado entre tantos compromisos cotidianos: «No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes», dice Jesús (Jn 15,16). Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra llamada. Por eso un obispo, un sacerdote, un consagrado, una consagrada, un seminarista, no puede ser un desmemoriado. Pierde la referencia esencial al inicio de su camino. Pedir la gracia, pedirle a la Virgen, Ella tenía buena memoria, la gracia de ser memoriosos, de ese primer llamado. Hemos sido llamados por Dios y llamados para permanecer con Jesús (cf. Mc3,14), unidos a él. En realidad, este vivir, este permanecer en Cristo, marca todo lo que somos y lo que hacemos. Es precisamente la «vida en Cristo» que garantiza nuestra eficacia apostólica y la fecundidad de nuestro servicio: «Soy yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea verdadero»(Jn 15,16). No es la creatividad, por más pastoral que sea, no son los encuentros o las planificaciones lo que aseguran los frutos, si bien ayudan y mucho, sino lo que asegura el fruto es ser fieles a Jesús, que nos dice con insistencia: «Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes»(Jn 15,4). Y sabemos muy bien lo que eso significa: contemplarlo, adorarlo y abrazarlo en nuestro encuentro cotidiano con él en la Eucaristía, en nuestra vida de oración, en nuestros momentos de adoración, y también reconocerlo presente y abrazarlo en las personas más necesitadas. El «permanecer» con Cristo no significa aislarse, sino un permanecer para ir al encuentro de los otros. Quiero acá recordar algunas palabras de la beata Madre Teresa de Calcuta. Dice así: «Debemos estar muy orgullosos de nuestra vocación, que nos da la oportunidad de servir a Cristo en los pobres. Es en las «favelas»", en los «cantegriles», en las «villas miseria» donde hay que ir a buscar y servir a Cristo. Debemos ir a ellos como el sacerdote se acerca al altar: con alegría» (Mother Instructions, I, p. 80). Hasta aquí la beata. Jesús, es el Buen Pastor, es nuestro verdadero tesoro, por favor, no lo borremos de nuestra vida. Enraicemos cada vez más nuestro corazón en él (cf. Lc 12,34).
2. Llamados a anunciar el Evangelio. Muchos de ustedes, queridos Obispos y sacerdotes, si no todos, han venido para acompañar a los jóvenes a la Jornada Mundial de la Juventud. También ellos han escuchado las palabras del mandato de Jesús: «Vayan, y hagan discípulos a todas las naciones» (cf. Mt 28,19). Nuestro compromiso de pastores es ayudarles a que arda en su corazón el deseo de ser discípulos misioneros de Jesús. Ciertamente, muchos podrían sentirse un poco asustados ante esta invitación, pensando que ser misioneros significa necesariamente abandonar el país, la familia y los amigos. Dios quiere que seamos misioneros. ¿Dónde estamos? Donde Él nos pone: en nuestra Patria, o donde Él nos ponga. Ayudemos a los jóvenes a darse cuenta de que ser discípulos misioneros es una consecuencia de ser bautizados, es parte esencial del ser cristiano, y que el primer lugar donde se ha de evangelizar es la propia casa, el ambiente de estudio o de trabajo, la familia y los amigos.Ayudemos a los jóvenes. Pongámosle la oreja para escuchar sus ilusiones. Necesitan ser escuchados. Para escuchar sus logros, para escuchar sus dificultades, hay que estar sentados, escuchando quizás el mismo libreto, pero con música diferente, con identidades diferentes. ¡La paciencia de escuchar! Eso se lo pido de todo corazón. En el confesionario, en la dirección espiritual, en el acompañamiento. Sepamos perder el tiempo con ellos. Sembrar cuesta y cansa, ¡cansa muchísimo! Y es mucho más gratificante gozar de la cosecha… ¡Qué vivo! Todos gozamos más con la cosecha! Pero Jesús nos pide que sembremos en serio. No escatimemos esfuerzos en la formación de los jóvenes. San Pablo, dirigiéndose a sus cristianos, utiliza una expresión, que él hizo realidad en su vida: «Hijos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto hasta que Cristo sea formado en ustedes»(Ga 4,19). Que también nosotros la hagamos realidad en nuestro ministerio. Ayudar a nuestros jóvenes a redescubrir el valor y la alegría de la fe, la alegría de ser amados personalmente por Dios. Esto es muy difícil, pero cuando un joven lo entiende, un joven lo siente con la unción que le da el Espíritu Santo, este ser amado personalmente por Dios lo acompaña toda la vida después. La alegría que ha dado a su Hijo Jesús por nuestra salvación. Educarlos en la misión, a salir, a ponerse en marcha, a ser callejeros de la fe. Así hizo Jesús con sus discípulos: no los mantuvo pegados a él como la gallina con los pollitos; los envió. No podemos quedarnos enclaustrados en la parroquia, en nuestra comunidad, en nuestra institución parroquial o en nuestra institución diocesana, cuando tantas personas están esperando el Evangelio. Salir, enviados. No es un simple abrir la puerta para que vengan, para acoger, sino salir por la puerta para buscar y encontrar. Empujemos a los jóvenes para que salgan. Por supuesto que van a hacer macanas. ¡No tengamos miedo! Los apóstoles las hicieron antes que nosotros. ¡Empujémoslos a salir! Pensemos con decisión en la pastoral desde la periferia, comenzando por los que están más alejados, los que no suelen frecuentar la parroquia. Ellos son los invitados VIP. Al cruce de los caminos, andar a buscarlos.
3. Ser llamados por Jesús, llamados para evangelizar y, tercero, llamados a promover la cultura del encuentro. En muchos ambientes, y en general en este humanismo economicista que se nos impuso en el mundo, se ha abierto paso una cultura de la exclusión, una «cultura del descarte». No hay lugar para el anciano ni para el hijo no deseado; no hay tiempo para detenerse con aquel pobre en la calle. A veces parece que, para algunos, las relaciones humanas estén reguladas por dos «dogmas»: eficiencia y pragmatismo. Queridos obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, y ustedes, seminaristas que se preparan para el ministerio, tengan el valor de ir contracorriente de esa cultura. ¡Tener el coraje! Acuérdense, y a mí esto me hace bien, y lo medito con frecuencia. Agarren el Primer Libro de los Macabeos, acuérdense cuando quisieron ponerse a tono de la cultura de la época. “No...! Dejemos, no…! Comamos de todo como toda la gente… Bueno, la Ley sí, pero que no sea tanto…” Y fueron dejando la fe para estar metidos en la corriente de esta cultura. Tengan el valor de ir contracorriente de esta cultura eficientista, de esta cultura del descarte. El encuentro y la acogida de todos, la solidaridad, es una palabra que la están escondiendo en esta cultura, casi una mala palabra, la solidaridad y la fraternidad, son elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente humana.
Ser servidores de la comunión y de la cultura del encuentro. Los quisiera casi obsesionados en este sentido. Y hacerlo sin ser presuntuosos, imponiendo «nuestra verdad», más bien guiados por la certeza humilde y feliz de quien ha sido encontrado, alcanzado y transformado por la Verdad que es Cristo, y no puede dejar de proclamarla (cf. Lc24,13-35).
Queridos hermanos y hermanas, estamos llamados por Dios, con nombre y apellido, cada uno de nosotros, llamados a anunciar el Evangelio y a promover con alegría la cultura del encuentro. La Virgen María es nuestro modelo. En su vida ha dado el «ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 65).
Le pedimos que nos enseñe a encontrarnos cada día con Jesús. Y, cuando nos hacemos los distraídos, que tenemos muchas cosas, y el sagrario queda abandonado, que nos lleve de la mano. Pidámoselo. Mira, Madre, cuando ande medio así, por otro lado, llévame de la mano. Que nos empuje a salir al encuentro de tantos hermanos y hermanas que están en la periferia, que tienen sed de Dios y no hay quien se lo anuncie. Que no nos eche de casa, pero que nos empuje a salir de casa. Y así que seamos discípulos del Señor. Que Ella nos conceda a todos esta gracia.
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