miércoles, 24 de diciembre de 2008

Homilía pronunciada por el Cardenal Norberto Rivera C, Arzobispo Primado de México en la Catedral Metropolitana


24 de diciembre de 2008, Misa de media noche.

Los modernos medios de comunicación social son vehículos maravillosos de noticias que nos llegan de los lugares más apartados del mundo, desafortunadamente las noticias que este año nos han llegado en gran parte vienen marcadas con el signo negativo. La noticia que hoy recibimos en esta liturgia es maravillosa: “Les anuncio la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo, hoy les ha nacido un Salvador”. San Pablo nos ha confirmado esta buena noticia: “Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación a todos los hombres”. Así se ha realizado lo que siglos antes Isaías había proclamado: “El pueblo que caminaba entre tinieblas vio una luz inmensa, una luz grande brilló”.

Esta noche, es noche de contemplación, se necesita capacidad de admiración, se necesita sencillez, para captar esta buena noticia que se nos ha dado. Necesitamos hacernos niños para comunicarnos con Dios que se ha hecho niño. “Porque un niño se nos ha dado, un hijo nos ha nacido”. Es cierto que todo niño que nace debe ser un motivo de alegría y de esperanza, todo niño que nace es una señal, de que a pesar de todo, Dios sigue creyendo en los hombres. Pero el Niño que hoy nace nos trae otros motivos de alegría y de esperanza ya que es: “Consejero admirable”, “Dios poderoso”, “Padre sempiterno”, “Príncipe de la paz”, “viene a quebrar el pesado yugo, la barra que oprimía”, “viene a extender una paz sin límites y a consolidar la justicia y el derecho”.

Todo esto parece paradoja, parece contradictorio: esperamos de este Niño: alegría, paz, justicia y salvación y nos encontramos con un Niño en un pesebre, rodeado de debilidad, de impotencia y con una pobreza impactante. Sus padres y protectores son dos peregrinos que no han encontrado posada y han tenido que refugiarse en un establo. César Augusto, a quien el evangelio hoy ha nombrado, al igual que los demás emperadores, se hacía llamar salvador y príncipe de la paz, restaurador del mundo, esperado de las gentes. Y en verdad parece más congruente que los emperadores y los poderosos, aquellos que tienen el poder, que tienen ejércitos, puedan dar la paz y la salvación a sus pueblos. Pero con el nacimiento del Niño que contemplamos esta noche Dios ha trastornado estas falsas certezas de los hombres, porque “Dios ha elegido lo que el mundo considera necio para confundir a los sabios; Dios ha elegido lo que el mundo considera débil para confundir a los poderosos”. Por esto nos ha dado este gran signo: un Niño en un pesebre.

Sólo Dios podía pensar en un cambio tan radical de la lógica humana, sólo Dios podía pronunciar “un no” tan absoluto a lo que los hombres siempre hemos considerado como nuestra escala de valores: la riqueza, el poder, los honores, la autoridad. Si Cristo hubiera nacido en Roma, con los honores imperiales, nada hubiera cambiado, Dios habría dado un “sí” a lo que los hombres siempre hemos pensado. El Niño en el pesebre es un “sí” a la esperanza de los pobres de la tierra, a los marginados, a los que no cuentan. Este Niño da una esperanza “a todo el pueblo”. La esperanza de paz y de justicia que nos viene a traer este Niño no es un “tranquilizante”, sino que es una promesa y es el fundamento de una novedad de vida, de una nueva escala de valores. Realmente algo nuevo ha comenzado con este Niño, los grandes, los poderosos, los fuertes ya no nos deben causar miedo, el poder de Dios es este Niño, frágil, débil, pobre y marginado. Él es nuestra fuerza, Él es nuestra esperanza, Él puede hacer nuevas todas las cosas, Él es el Señor de la historia, Él es el Padre del siglo futuro.
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