lunes, 18 de febrero de 2013

CARTA ABIERTA AL PAPA BENEDICTO XVI. P. Pedro Jaramillo Rivas.- Párroco de San Juan de la Cruz.- Guatemala

Guatemala, 17 de febrero de 2013

Santidad!

Soy un sacerdote de a pie; español y manchego, para más señas; y, durante todo su pontificado, caminando con la Iglesia de Guatemala, en un enorme barrio periférico de la ciudad. Una zona, declarada “roja”, a causa de la violencia. Y, enrojecida ella misma, por culpa de la pobreza, del desempleo, de la desesperanza. Como resultado, un deterioro personal y familiar alarmante. Su población es muy joven: de cada 100 feligreses de esta enorme parroquia (unos 100.000 habitantes), 70 son menores de 30 años. Alguien podría pensar: ¡qué esperanza! Pero, visto desde aquí, uno tiene que confesar: ¡qué problema! Un grupo de afortunados han logrado su trabajo y sobreviven; pero, la inmensa mayoría malviven. Y la mal-vivencia, en la carencia de todo, es la madre de todos los vicios. Muchas veces, Santidad, he pensado: es que, si no tienen vicios, estos jóvenes no tienen nada!!!. Así de dura es su vida… ¡No vaya a pensar que nos les ayudo con todas mis fuerzas a superarlos positivamente! Ésa es una de las razones de mi camino guatemalteco.

Me salió un párrafo de ambientación. En el momento de su renuncia, lo que quiero decirle, ante todo, es que la he percibido como un acto de amor a la Iglesia, de humildad personal y de coherencia profética. Y por esa “lección magistral”, le digo de corazón: “Muchas gracias, Santidad”. Le confieso que, cuando escuchaba la noticia, en la madrugada del lunes aquí, no daba crédito a mis oídos… Me convencí de que era cierto, cuando, desde la misma radio, conectaban con la sala de prensa del Vaticano, en la que el P. Lombardi estaba explicando la noticia, dando lectura al texto latino que usted mismo, Santo Padre, había comunicado en la ceremonia de canonización ¡Era verdad!

Repuesto del impacto de la primera reacción, no tuve más remedio que dar gracias a Dios por la humilde valentía que supone su renuncia. Al día siguiente, leí que el cardenal Maradiaga, aquí cerquita, en Honduras, había declarado que si el aceptar es un gran acto de valentía, mucho más lo es el renunciar. Me identificaba totalmente con su autorizada opinión. Romper tantos siglos de historia de la Iglesia con una renuncia papal significa para usted, Santo Padre, entrar a nuestra historia eclesial por la puerta grande.

He visto luego la enorme variedad de interpretaciones. Sesgadas algunas, malintencionadas otras… Unas llenas de respeto, otras de admiración, otras de menosprecio hacia usted, Santo Padre, y hacia quienes con usted, y bajo su ministerio de sucesor de Pedro, formamos la Iglesia católica. Vivo mi ministerio en una tierra bendita y hermosa, pero plagada de sectas. Aquí “desembarcaron”, como fruto de una estrategia política del Norte: era preciso dividir una Iglesia que había tomado una decidida opción por los pobres y que se convertía en conciencia crítica, en pleno conflicto armado. Y lo consiguieron. En la mayoría de estas sectas se cultiva el “odio” hacia la Iglesia católica. Un contexto en el que la renuncia de Su Santidad está sirviendo para ataques furibundos contra la Iglesia católica. Objetivamente, su gesto, de una humildad de quilates, debería servir para acallar los gritos. Pero, créame, Santidad, a veces uno se siente, con el salmista, “en una soledad, poblada de aullidos”. Y no puedes reaccionar con la “racionalidad” que encierra su admirable gesto. El fundamentalismo no entiende de racionalidades. Más bien, las ve como el mayor enemigo. ¡Qué bien lo expresa Su Santidad en una frase rotunda de su Mensaje de Cuaresma: “para una vida espiritual sana, es necesario rehuir tanto el fideísmo como el activismo moralista”! Glosándolo, me atrevería a extenderlo y decir: “rehuir tanto el fideísmo como el racionalismo”.

Todos hemos percibido, en su fecundo pontificado, una gran preocupación por el racionalismo y el relativismo imperantes, sobre todo, en las sociedades europeas. Nos hemos identificado con su clamor de dejar espacio a un Dios que no es enemigo del hombre, sino la posibilidad de su existencia y plenitud. Usted, Santo Padre, ha puesto en la palestra la cuestión de Dios, con la honestidad del intelectual, con la convicción del teólogo y con la pasión del creyente ¡Gracias por esta mediación profética! Nos da a los creyentes la convicción de que, en nuestro amor por el hombre, no nos subimos a las nubes cuando nos presentamos y actuamos como testigos del Dios de la vida y de la pasión por lo humano. Nos ha hecho descubrir, Santidad, que no sólo moralmente, sino teológicamente, “nada humano nos es ajeno”. Por eso, en el mismo Mensaje de cuaresma, nos repite: “nunca podemos separar o, incluso, oponer fe y caridad”.

Nuestro contexto, sin embargo, en su generalidad, no es racionalista, sino fideísta. Sobre todo, en los estratos más populares, que son los más. Por eso, ni imaginarse puede, Santidad, las “barbaridades bíblicas” que están manejando quienes miran su renuncia desde fuera de la Iglesia, pero desde dentro de “la sola Escritura”. Los argumentos típicos de un fundamentalismo radical campan por sus respetos. Y nuestros sencillos creyentes no saben qué responder. Meterse en la lógica fundamentalista es el camino más fácil…, y algunos lo toman. Pero, es un camino que no lleva a ninguna parte. Los desatinos de las reacciones fundamentalistas de estos días, me han llevado a pensar en el juicio tan severo que la Pontificia Comisión Bíblica, en su documento sobre “La Interpretación de la Biblia en la Iglesia”, daba sobre el mismo, cuando decía de él que es “un suicidio del pensamiento”.

Por estas tierras, Santidad, el problema de “la cuestión de Dios” no tiene la relevancia que ha adquirido en Europa. Nuestro problema no es tanto la “cuestión de Dios”, sino la “cuestión del Dios, revelado en Jesús de Nazaret”. Tenemos una fe en Dios, que, en mucha de la gente, también de nuestra Iglesia, no ha pasado por la Encarnación. Y, al no hacerlo, le falta la “densidad humana” que dio Jesús al acto de fe e, incluso, a los contenidos de la fe. Muchos tenemos claro que “creer no es comprometerse”, pero también nos parece que el compromiso es como el sacramento de la fe. Usted, Santidad, nos lo dice muy claro cuando, en su Mensaje de cuaresma, endosa un “no” rotundo a la que llama “dialéctica” entre fe y caridad. Llama “limitada” a “la actitud de quien hace fuerte hincapié en la prioridad y el carácter decisivo de la fe, subestimando, y casi despreciando, las obras concretas de caridad, y reduciéndolas a un humanitarismo genérico”. El otro extremo- nos recuerda también - sería pensar “que las obras pueden sustituir a la fe”.

Santidad, como malos hermeneutas, nos quedamos siempre con lo que nos conviene, que no es precisamente lo que demandan los signos de los tiempos concretos en los que trabajamos pastoralmente. Por lógica, en nuestro caso, deberíamos acentuar su advertencia de que no vale una fe que subestima y desprecia las obras de caridad, pero nos gusta más acentuar su otra advertencia: “que las obras no sustituyan la fe”… Y, aquí nos tiene, teóricamente cada vez más lejanos de los hermanos separados, pero prácticamente más cercanos a su “eje fundamental”: que la sola fe es la que nos salva.

No se puede imaginar hasta qué grado de “esperanza pasiva” lleva esta convicción religiosa. En la última campaña electoral, entre las numerosas pancartas que vieron la luz, había una que prácticamente, pedía el voto para Dios. Decía así: “Sólo Dios puede salvar a Guatemala”. Recuerdo que, comentándolo con las gentes de mi parroquia, yo les decía: “he visto un cartel, que me parece que está equivocado. Creo que le falta algo”. Hubiera sido, en efecto, un mensaje cabal, si hubiera dicho: “No sólo Dios puede salvar a Guatemala”. Me ha dado mucha alegría pensar que ante esa pancarta, usted, Santidad, hubiera reaccionado del mismo modo. Porque, así nos comunica en su Mensaje de Cuaresma: la iniciativa de Dios, que acogemos en la fe, “lejos de limitar nuestra libertad y nuestra responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las obras de caridad”. Nos invitan sus palabras a una “esperanza activa” de la que ya habló el Concilio y de la que tanto carecemos por estas tierras.

Sobre el eco pastoral de sus encíclicas – esas que, ahora, algunos, con desdeño, dicen que nadie las ha leído -, le quiero compartir tres cosas que, personal y pastoralmente, me han servido mucho (son muchas las que se quedan en el tintero, o en la computadora, para ser más exactos). Una se refiere al impacto pastoral, entre gente muy sencilla, que ha tenido el fuerte y decidido arraigo de la promoción de la justicia y del ejercicio de la caridad que usted, Santidad, les ha dado tanto en “Deus Caritas est” como en “Caritas in Veritate”. Han descubierto que no es simplemente por ser humanamente generosos y abiertos, sino principalmente por ser creyentes, por lo que se han de preocupar por los demás. Que su fe no es “cabal” (como se dice por aquí), si no entraña, en el mismo acto de creer, y no como un mandamiento posterior para quien ya es creyente, la entrega efectiva y concreta a los demás.

La segunda, es la recepción de un punto muy candente por estas tierras. El contacto con el complejísimo mundo de las sectas, a mucha de nuestra gente les hace pensar si será verdad que “ya están salvos” ellos y nosotros lo tenemos difícil o imposible. En “Spe salvi”, da usted, Santidad, un criterio que, explicado, lo entienden y, créame, se les nota una cara de felicidad esperanzada: habla usted de que, con relación a la salvación, tenemos una “esperanza confiable”. El secreto está en el “confiable”. Yo les digo: “les hago una promesa: después de esta reunión, vamos a ir en una nave espacial, a danos un paseo por la luna. ¿Creen que lo vamos a hacer? La respuesta es, evidentemente negativa. “¿Lo ven?, les digo, ésa es una esperanza “no confiable”. “Bien –continúo-, ahora piensen en ustedes. Ustedes son papás. Tienen una casita, un terrenito, un televisor, una cocina -y no muchas cosas más -, pero esas las tienen. Ustedes les dicen a sus hijos: - cuando muramos, todo esto va a ser para ustedes. ¿Cómo es la esperanza de sus hijos?” Viera también la respuesta unánime: CONFIABLE. Y desde ahí, resulta fácíl hacer entender el YA, pero TODAVIA NO. Y comprenden mucho mejor lo de “herederos de Dios, coherederos con Cristo”.

La tercera cosa se refiere a la “imagen de Dios”. Mire, Santidad, también por el ambiente religioso, tan extendido por estas tierras, nuestra gente tiene una imagen de Dios que, con frecuencia, no ha pasado por Jesús de Nazaret. La insistencia de muchos grupos religiosos en la imagen del Dios del Antiguo Testamento entra con fuerza en el “imaginario religioso” de todos. Después de la tormenta Stan, recién llegado a Guatemala, recuerdo a un furibundo pastor que, por televisión, con el dedo acusador, amedrentaba a la gente: “por sus pecados, por sus pecados, Dios los ha castigado…”. Usted, Santidad, con su palabra y ejemplo, nos ha transmitido la imagen del Dios de Jesús (incluso nos ha regalado con tres tomos sobre su “historia”): el Dios del amor y de la respuesta en la sencilla obediencia de la fe. La imagen del perdón, que no es “licencia para pecar”, sino descubrimiento de la obediencia del amor.

No me importa que esta carta vaya ya siendo larga. El acontecimiento de una renuncia papal, bien merece el desahogo de un hijo con su padre, que se retira al silencio de la oración. Será, sin duda, un silencio elocuente. Sin embargo, usted, Santidad, ha hablado con frecuencia de otro tipo de silencio: “el silencio de Dios”. Esos momentos duros en los que parece que Dios no responde. La gente suele creer que un Papa tiene “hilo directo con Dios”, que se lo da todo solucionado, cuando se levanta cada mañana. Quizás usted, Santidad, mucho mejor que nadie, nos podría contar cómo y cuánto pesa ese silencio de Dios. Pero, lo mismo que hay tantas cosas “sub secreto pontificio”, ésta quedará para siempre “sub Pontificis secreto”, en la recíproca intimidad con el Dios de Jesús en quien usted, Santidad, ha confiado y se ha confiado.

Pensando y rezando por su Santidad, me ha venido a la mente la figura de un profeta: Jeremías. A un hombre de exquisita sensibilidad humana y religiosa, como era el profeta, le tocó denunciar con valentía los pecados de su propio pueblo. Su sensibilidad humana y religiosa, Santidad, la “delata” su propio porte externo y la ternura y delicadeza de su trato, de su mirada, de su tímida sonrisa. Lo mismo que Jeremías se sintió profundamente herido por dentro hasta honduras insospechadas (los de su propio pueblo lo llamaron traidor), imagino que también sus heridas han sido muy dolorosas. Se las hemos causado entre todos, cada quien según sus responsabilidades. Usted, Santidad, nos pedía perdón por sus defectos. Nosotros, al menos yo, le queremos pedir perdón por el sufrimiento que, entre todos, le hemos podido causar. Como buen padre, nos había soñado usted de otra manera…, pero ha tenido que sufrir actitudes muy distantes al mensaje de Jesús. Y usted mismo, Santidad, ha tenido que advertir con severidad sobre el afán de poder, de prestigio, de fama…, muy lejos de la actitud de Jesús “que no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos”.

En la antigua ceremonia de lo que entonces se llamaba “entronización del Sumo Pontífice” había un momento simbólico, que no dejaba de impactar. Era como una advertencia al nuevo Papa: “Pater sancte, sic transit gloria mundi” (“Santo Padre, así pasa la gloria del mundo”). Se cantaba, mientras eran quemadas estopas que pronto se consumían. Aquellas glorias de antaño no son las que ahora le esperan a un Papa. Pero sí que es verdad que lo que en el papado pueda quedar de “gloria mundi”, usted, Santidad, lo va a experimentar ahora en situación de renuncia. No puedo leer su corazón, pero estoy seguro de que por él ha pasado el “exinanivit semetipsum”, “se rebajó a sí mismo”. Todo acto de humildad, y el suyo lo es de manera extraordinaria, existencialmente acerca al misterio de la Encarnación. En el silencio monacal, va a esperar ahora el cumplimiento de la sola “gloria Dei”, que ha sido un eje fundamental de su pontificado.

Al contemplarlo, retirándose a un lugar solitario para orar, solamente un ruego: que no se “cansen” sus brazos, alzados para la súplica. En ellos, queremos vernos todos levantados hacia el Señor, en los duros trabajos del Evangelio. En el silencio de la oración, los seguirá compartiendo con todos nosotros.

Con todo el afecto y admiración por el gesto profético de su renuncia, ¡gracias, Santidad!

P. Pedro Jaramillo Rivas.- Párroco de San Juan de la Cruz.- Guatemala

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